Para la adivinación onírica
Desde siempre el pueblo ha comido habas. Han sido famosas desde antes de que los egipcios inventasen el ful medames -habas enterradas-, hoy plato nacional por excelencia. Introducían el fruto en un recipiente con agua y lo enterraban entre las brasas. Y a comer. Hoy las adornan, después de cocidas, con algo de ajo, de cebolla y de comino, mas el asunto es el mismo, frescura del producto y simplicidad en el tratamiento.
Luego los griegos y los romanos las comían con igual devoción, aunque los primeros les concedían diversas calidades ajenas a la gastronomía y cercanas a las creencias más esotéricas, de tal suerte que personaje tan principal como Pitágoras -todo un ejemplo de racionalidad en sus conclusiones matemáticas- las abominaba.
En nuestra Edad Media se comían las habas que era un placer
Aun siglos más tarde, Casiano Baso, autor de los Geopónica, un hermoso tratado de más de veinte tomos sobre el cultivo de los campos, decía en el siglo sexto, con su cultura bizantina de Bizancio: "El primero que prescindió de las habas fue Anfiarao, a causa de la adivinación onírica". Aunque tampoco es para olvidar -cuando comemos unos michirones- la frase atribuida a Orfeo, ese dios de la música: "Comer habas y la cabeza de los padres es lo mismo en verdad". Mala fama tenían las habas.
Esos mitos se olvidaron -de seguro que por culpa de las hambres- y en nuestra Edad Media se comían las habas que era un placer, cuanto más que los productos de la huerta quedaban en beneficio de los cultivadores -ya que los señores consideraban que no merecía la pena participar de beneficio tan ligero y fungible y hacía recaer los impuestos sobre productos menos perecederos, como los cereales- que los repartían en justa proporción con los cerdos que criaban.
Mas los criterios son cambiantes, y las costumbres aún más, por lo que a partir del siglo XVII había que leer a autores como Nicolás de Bonnefous, que en su libro Le jardinier français mostraba una pasión por los huertos desenfrenada, que debía seguir toda la nobleza, ya que las verduras eran fuente de toda salud.
A partir de ese momento, las verduras entran en las mesas más sutiles, las de los grandes cocineros, que afinan hasta el infinito la cultura culinaria popular, que junto con aquella convive y se desarrolla. Las habas a la inglesa -con mantequilla-; las que se hacen a la crema, con una pizca de nuez moscada; las recubiertas de bechamel; o las hechas a la provenzal, con tocino magro de pecho, lechugas y cebollas, son recetas del gran Escoffier, cocinero que fue de los grandes hoteles Ritz cuando estos presentaban su mayor gloria y esplendor.
A su lado conviven representaciones de honda raigambre, como las habas con jamón, o las que llevan alrededor ajos tiernos y morcillas, propias de la cocina valenciana. Y aquellas otras que coadyuvan a que algunos arroces gocen de nuestro favor, sea como únicas acompañantes, sea en unión del atún, del bacalao,...
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