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Final de etapa

Josep Maria Vallès

Final de etapa es lo que marca la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de Cataluña. El Gobierno ha intentado minimizar su alcance con expresiones voluntaristas y la oposición ha moderado sus reacciones en atención a la futura competición electoral catalana.

Pero ambas posiciones -teñidas de tacticismo inevitable- ignoran lo que el fallo del tribunal tiene de "punto final" en un doble registro: el fundamento constitucional del llamado Estado de las autonomías y la posibilidad de una relación más armónica entre el sistema político español y el sistema político catalán.

En el primer registro, expertos juristas señalan que la sentencia desfigura una de las innovaciones clave del Estado de las autonomías. El Tribunal había sostenido hasta ahora que el fundamento de la definición del autogobierno residía en el llamado "bloque de la constitucionalidad" configurado por la interpretación conjunta de la Constitución y de los estatutos de autonomía.

La sentencia del Constitucional inaugura un futuro de mayor conflictividad jurídico-institucional

De este tratamiento combinado nacían los perfiles del autogobierno de cada comunidad autónoma y a él recurría el Tribunal cuando se le pedía solventar alguna controversia. No parece que sea así en la nueva sentencia. Sería ahora la interpretación libérrima y autónoma de la Constitución que el Tribunal desarrolle la que determine el alcance del autogobierno.

En esta nueva tesitura, los estatutos pierden su rango en el "bloque de la constitucionalidad", equiparados o sometidos a las leyes orgánicas e incluso ordinarias del Estado. Se acabaría así con una especificidad distintiva del Estado de las autonomías frente a otras formas de estado regional.

Muy poco recorrido queda, por tanto, para quienes apostaron por un encaje más satisfactorio entre el sistema político español y el sistema catalán dentro del actual marco constitucional. Porque la sentencia no sólo esteriliza a fondo cualquier potencial federalizante atribuido al acuerdo constitucional de 1978, sino que encierra este acuerdo en límites más estrechos de los asumidos hasta hoy.

En estas condiciones y en el resbaladizo terreno de los pronósticos, se abren interrogantes de respuesta comprometida. ¿Es probable que en menos de dos años -lo que queda teóricamente de legislatura- pueda acometerse una reforma de leyes orgánicas y ordinarias que restaure el contenido material del Estatuto invalidado o precarizado por la sentencia? A la vista del panorama parlamentario, parece poco probable. Más a medio plazo, ¿hay indicios en la opinión española que dejen entrever el cambio de cultura política necesario para emprender una reforma constitucional, sea de tono federal o parafederal? Con los datos disponibles, no es previsible a medio plazo este imprescindible cambio de cultura.

Respecto de la opinión catalana, la corriente favorable a una desvinculación drástica del sistema estatal español gana fuerza, por discutible que sea su magnitud. ¿Con ímpetu suficiente para convertirse en hegemónica a medio plazo y alcanzar sus objetivos? No me lo parece porque cada vez será más elevado el coste marginal de su expansión.

A partir de estas respuestas y sea cual fuere el resultado de las próximas elecciones catalanas y españolas, el recorrido futuro solo promete más inestabilidad. Se expresará formalmente en una mayor conflictividad jurídico-institucional. El carácter interpretativo de buena parte de la sentencia abre la puerta no a reducir la litigiosidad constitucional, sino a multiplicarla. En lo político, se enquistará el desacuerdo sobre reglas básicas del sistema político español y de su eventual articulación con el sistema catalán. A un lado, la mayoría de la opinión pública española, probablemente bien interpretada por la sentencia del Tribunal. Al otro lado, la mayoría de la opinión pública catalana que aspira desde hace tiempo a modificar el statu quo y que comparte el deseo de cambio aunque sea con propuestas diferentes. Es una mayoría sólida, reflejada en su representación parlamentaria y en las encuestas que acompañaron el proceso estatutario, pese a que haya quienes se empeñan en ignorarlas por desconocimiento o por prejuicio.

Si ambas mayorías siguen aferrándose -como ha hecho el Tribunal- a la vieja ecuación decimonónica de "a cada Estado, una sola nación y a cada nación, un solo Estado", se impedirá suturar esta vieja divisoria o cleavage de la realidad española. Seguirá, pues, la desazón, el resentimiento y la irritación de unos y otros, con daño grave para la legitimación del sistema político en su conjunto.

Ante un panorama tan poco estimulante, ¿cabe avanzar -desde España y desde Cataluña- hacia las posiciones de un constitucionalismo postnacionalista y postsoberanista que apunta tímidamente en el espacio europeo? ¿Puede repetirse el ejercicio de imaginación político-constitucional que significó en 1978 el estado de las autonomías? ¿Está disponible la generación de políticos, juristas y creadores de opinión que asuma este desafío? Cuesta detectarla. Pero si se renuncia a intentarlo, el final de etapa marcado por la sentencia dará paso a un recorrido mucho más accidentado todavía que el vivido en los últimos años.

Josep M. Vallès es catedrático de Ciencia Política de la UAB.

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