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Columna
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El pelo en el ojo

Vicente Molina Foix

El adjetivo surrealista está demasiado explotado, por no decir sobredimensionado, y al decirlo recuerdo que Vicente Aleixandre, uno de los grandes poetas brevemente surrealistas de nuestra lengua, jamás lo empleaba; él prefería superrealista, tal vez más exacto y desde luego más escurridizo. Hoy surrealista es casi cualquier cosa, y en los surreality shows de nuestra televisión la palabra se oye a menudo en boca de concursantes a los que André Breton habría mandado ajusticiar al instante.

Por segunda vez en poco más de un año, la Fundación Mapfre nos deja ser surrealistas con autenticidad, al menos durante la visita a las salas de exposición del paseo de Recoletos número 23, donde ya disfrutamos enormemente en abril/mayo del 2009 de las novelas-collage de Max Ernst.

El visitante de la muestra 'La subversión de las imágenes' percibe la sensación de amenaza

Ahora Mapfre presenta, en colaboración con el Centro Pompidou de París y el Fotomoseum de Winthertur (que la albergaron antes), una fascinante muestra que, bajo el título La subversión de las imágenes, explora el universo del cine y la fotografía producidos o ligados al movimiento que fundó y lideró con mano férrea Breton. En una temporada de gran efervescencia fotográfica en Madrid, gracias a las numerosas (y varias de ellas extraordinarias) exposiciones de PhotoEspaña, la de Mapfre destaca por su amplitud y, hay que señalarlo, por su absolutamente recomendable catálogo, un gran libro con buenos textos y muy buenas reproducciones al que acompaña además, como un regalo en letra pequeña, el anexo de una antología de textos donde el lector no-especialista encontrará, por ejemplo, la reseña de Artaud sobre la película de los hermanos Marx Monkey Business (en nuestro país llamada Pistoleros de agua dulce) o el guión fílmico nunca realizado de Benjamín Fondane, un para-surrealista fascinante en todo lo que escribió.

En ese apéndice también podemos leer el fragmento de una carta del poeta y cofundador del Surrealismo Paul Eluard a Gala, la Gala que aún no había seducido a Dalí. La carta, escrita en Marsella, es pornográfica, aunque menos que las de James Joyce a su mujer Nora, y quizá debiera yo advertir, como se hace en la sala de Recoletos a la entrada de sus salitas más sicalípticas, de que la cita que hago a continuación puede herir algunas sensibilidades a flor de piel. Eluard le escribe a su entonces esposa Gala totalmente exaltado tras una sesión de "cine obsceno" a la que le ha llevado un amigo: "La increíble vida que cobran en pantalla esos penes inmensos y magníficos, el esperma que brota. Y la vida de la carne enamorada, todas sus contorsiones". El poeta le confiesa a su mujer que la proyección le causó una erección de una hora, durante la cual, y es muy humano, más de una vez estuvo a punto de eyacular: "Si hubieras estado allí, no habría podido aguantarme".

Eluard era drástico, como buen surrealista de la primera hora; esas películas liberatorias y potentes deberían según él proyectarse en todas las salas de exhibición cinematográfica "e incluso en las escuelas", para provocar "uniones sagradas, multiformes". Aunque hay una selección, a mi juicio excesivamente limitada, de películas en La subversión de las imágenes, lo que le da densidad y calidad a la muestra son sus fotografías, algunas discretamente disimuladas en alcobas de luz tenue.

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Están, como es lógico, las grandes obras maestras de Man Ray, de Boiffard y de Claude Cahun, junto a otras de distinguidos compañeros de viaje como Brassaï o Álvarez Bravo. Pero también las gamberradas más selectas de los componentes del grupo, algunas firmadas y otras sometidas al albur del fotomatón. Los retratos instantáneos de Buñuel elevado y casi místico, de Breton haciéndose el muerto, de Yves Tanguy con la boca de monstruo o de Max Ernst improvisando juegos de manos tienen una comicidad irresistible.

El humor y el peligro. En muchas de las piezas exhibidas el visitante percibe la sensación de amenaza que los autores sin duda han buscado deliberadamente, con el propósito de desconcertarnos, de molestarnos, de hacernos más despiertos o más inseguros en nuestra estabilidad habitual.

Paul Nougé se convierte, a mi juicio, en uno de los nombres capitales del arte de la descolocación surreal, y sus imágenes narrativas son de lo mejor que está colgado en las salas de Mapfre. Hay una que aún me turba, seis días después de haberla contemplado. Representa a una mujer con flequillo que se lleva una tijera a los ojos; el título es Pestañas cortadas. Como la obra es fotográfica y no cinematográfica, no vemos el corte, ni el movimiento de las manos, ni la caída del pelo.

Lo que vemos basta para darnos pavor. Y es curioso: el vello, todo tipo de vello (púbico, capilar, ocular), es motivo recurrente en esta galería de subversivos donde otra gran figura del movimiento, Dora Maar, se suelta literalmente el pelo (en su obra maestra erótica Las piernas), provocando una sensación similar a la que, durante una larga hora, Eluard sufrió en aquel cine porno de Marsella.

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