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Columna
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Vivir haciendo cola

Muchos miles de madrileños se pasan media vida haciendo cola en algún sitio. Cualquier persona hace diariamente cola en el supermercado, en algunas tiendas del barrio, oficinas de diverso calibre, hospitales, entidades bancarias... Estos días ha habido colas kilométricas en pleno Centro para venerar la Copa del Mundo tras dos horas y media de espera. Pero durante toda esta temporada existen colas bastante más inquietantes, entre las que destacan las interminables ante las oficinas de empleo distribuidas por la ciudad. O las procesiones lúgubres de drogadictos en busca de material en los barrios más marginales y temerarios de Madrid. Otra cosa son las colas benditas en torno al Cristo de Medinaceli o Santa Gema, seguramente las más antiguas de la capital.

En algunos acontecimientos deportivos o musicales, la cosa se incrementa hasta el punto de que hay gentes que se pasan la noche en vela ante las ventanillas. Ya hay, incluso, guardadores de turno profesionales que cobran por sus servicios, como es natural.

Hay ciertos principios esenciales para todo aquel que tenga que hacer colas. Lo primero de todo, olvidarse de la prisa, porque le puede dar a usted un ataque compulsivo de ira y allí se organiza la de Dios es Cristo. Las colas son muy buenas para meditar en la fugacidad la vida y sacar conclusiones filosóficas. En definitiva, las colas están propiciando la cultura, el pensamiento y las maldiciones. Porque la verdad es que casi todo el mundo aguanta la cola con malas vibraciones y bastante mala leche. Eso también se puede arreglar enrollándote con cualquier libro o con los cascos, observando con atención a la gente de tu alrededor, intentar adivinar su profesión y otros detalles de su existencia. Por medio de estas cosas, las colas son llevaderas e incluso divertidas.

Por cierto, ¿quién da aquí la vez?

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