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Reportaje:ALMA GUILLERMOPRIETO | DIARIOS DE ESCRITORES

'¡Ay, esto es tan duro!'

Primera entrada, a la cárcel de mujeres: todas las guardias y oficiales de seguridad, gordas de una manera odiosa, las barrigas rebosantes sobre el pantalón de camuflaje, los cachetes y las papadas enormes, los ojos como ranuras, y luego la raya negra como pata de cuervo que se pintan encima de una franja de sombra azul iridiscente.

Estoy temblando tanto de rabia y susto para cuando termino de pasar las diferentes barreras de seguridad -aun cuando me han tratado como VIP- que no logro hacerle las caravanas de costumbre al director de la cárcel, y tengo que hacerme la distraída hasta que llegamos por fin a su oficina, donde logro sonreír… El calor, la mugre, la pobreza de las familias que esperan su turno de entrar a la visita bajo el sol aplastante, la memoria muscular, por decirlo de alguna manera, que guardan los altos muros de tantos y tantos motines y golpizas y maltratos. Luego los torniquetes de control, el manoseo en busca de armas (no me desnudaron, ¡gracias al Señor!), la enorme puerta de seguridad (pierdan toda esperanza), el primer patio y los vigilantes de camuflaje y con pasamontañas negro, apuntando descuidadamente con sus ametralladoras aquí y allá, la conciencia de todo lo que son capaces de hacer, de todo lo que han hecho, la desorganización y sordidez de este lugar, que es garantía de violencia e injusticia imprevisible y sistemática.

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El miedo que tienen las tres presas con las que me entrevisto de que hablar conmigo sea una trampa (…).

Yo: ¿Qué sientes cuando asaltas?

Presa: Siento miedo, pero a la vez me siento bien, no sé cómo explicarle.

Yo: ¿Con qué asaltabas?

Presa: Con pistola.

Yo: ¿Cuánto tiempo llevas aquí?

Presa: Yo tengo tres caídas ya (a la cárcel). Yo por eso no quería hablar al principio. (…)

Segunda entrada, al reclusorio de hombres: ¡Ay, esto es tan duro! Una vez más a la cárcel, una vez más los guardias gordos con sus pasamontañas y sus ametralladoras, el calor, la sordidez. Pero el director me sorprende: me está esperando en la puerta con dos escoltas armados con pistolitas, me dice que lo siga. (…) Deja atrás a los escoltas de ametralladora y marcha directo a la zona del presidio y yo con él, por un pasadizo de alambre de púas, y un corredor al aire libre (), y por fin al patio principal ().

Estoy demasiado nerviosa como para fijarme bien en los detalles, pero hay enormes hangares de techo de lámina (¡el calor!) rodeados de pasto, y algunos árboles de sombra ancha encerrados en arriates de cemento que hacen las veces de banca. () Los presos deambulan por este espacio vestidos con camisetas, shorts, lo que tengan. Son como tres mil, y ahora el director y sus dos escoltas con sus pistolitas. Qué huevos, francamente. Tal como le he pedido, manda buscar a un asesino y a un secuestrador -con quienes me presento con formalidad y toda la cortesía de la que soy capaz- y se retira, dejando en la entrada a uno de los escoltas. Una nube de presos se forma alrededor de mis entrevistados y yo, vigilante e inquieta pero no amenazante (). Aparecen una banca destartalada, una silla y una mesa con tres patas. Alguien improvisa la cuarta. Eventualmente alguien más aparecerá con un viejo garrafón de plástico lleno de agua fresca, y me ofrecerá un vaso con una delicadeza ceremoniosa y conmovedora. Unos minutos después estamos en pleno diálogo sobre la vida y la muerte, que son los únicos temas verdaderamente interesantes para gente en sus circunstancias.

Al despedirme: "Muchas gracias", dice el secuestrador. Todo el mundo quiere darme la mano, decir muchas gracias. Por supuesto, no he hecho nada digno de agradecimiento. Es el alivio que han sentido de ser, durante un rato por lo menos, visibles.

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