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LA COLUMNA | OPINIÓN
Columna
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Política y promesa

Josep Ramoneda

En un artículo reciente en Le Monde, el filósofo francés Marcel Gauchet daba una triple significación a la historia de política y dinero en torno a la propietaria de L'Oréal: como reactivación del contencioso entre el pueblo y las élites, como expresión de la factura política de la crisis y como confirmación de la desilusión de la opinión pública con las promesas de Sarkozy.

El asunto L'Oréal, que implica al ministro Woerth y su esposa, en principio no debería tener mayor importancia que las muchas historias de promiscuidad del sarkozismo con un sector del poder económico francés: un ejemplo más de las amistades peligrosas entre gobernantes fascinados por la riqueza y gente poderosa que vive siempre en las fronteras de la legalidad. Pero en la sociedad mediática se da un fenómeno que podríamos denominar como momentos de condensación. Hechos que producen un impacto superior al que sería imaginable porque provocan en la ciudadanía el recuerdo de acontecimientos parecidos que habían pasado medio inadvertidos. Al concentrar la memoria acumulada en el nuevo caso se produce un inesperado efecto de irritación retrospectiva. En España hemos visto muchos casos parecidos. La reacción de la opinión contra la gestión que Aznar hizo del 11-M, por ejemplo, no habría sido la misma si en aquel momento a los ciudadanos no les hubiera venido a la cabeza toda una cadena de despropósitos anteriores: del Prestige a la guerra de Irak, pasando por la boda de su hija.

La existencia de este mecanismo de condensación hace que sea difícil de entender la pasividad del PP -y del PP valenciano, en particular- ante los hechos de corrupción. Todo lo que se sospechaba sobre Fabra, cuya ejemplaridad había glosado Rajoy, está pasando al ámbito de las certezas, con imputaciones firmes contra el presidente de la Diputación de Castellón. Instituciones como la propia Generalitat valenciana o la Diputación de Alicante tienen en cargos de máxima responsabilidad a personas bajo sospecha judicial. Y el PP no toma decisiones. Sus dirigentes están convencidos de que la opinión pública ni les castiga ni les castigará. Desde luego, habría que hablar de este desdén de los electores con la corrupción, que no se sabe muy bien si es fatalismo, cinismo o, en algunos casos, complicidad. Pero ¿no se le ha ocurrido al PP que un día, sin saber muy bien por qué, esta cadena de casos puede hacer efecto condensación en la cabeza de los ciudadanos y provocar un rebote inesperado?

Marcel Gauchet dice que "a la gente le choca que los individuos en el poder se comporten como individuos privados. El gran fallo de Sarkozy es que no tiene sentido institucional". Por la representación que les hemos otorgado y por la responsabilidad que hemos puesto en sus manos, los ciudadanos operamos a veces con una doble moral: exigimos a los políticos lo que toleramos a los ciudadanos de a pie. Y realmente, comportamientos como los de Camps o Fabra no son un dechado de sentido institucional. Todo esto cuenta en un momento en que la crisis está generando una creciente irritación de la ciudadanía frente a las élites, tamizada por el miedo al paro y a la inseguridad económica. Gauchet dice que la crisis ha dejado en evidencia la banalización liberal propuesta por Sarkozy: dejad que la gente bien situada gane dinero sin remilgos y los demás se beneficiarán también. ¿No es en esta idea en la que se apoya una política de austeridad como la que se ha impuesto a España, que carga particularmente sobre las clases medias y bajas?

Pero quizá la principal lección que se desprende del caso l'Oréal es la pérdida de confianza en las promesas de Sarkozy. La promesa es un componente esencial de la estrategia del político que basa su fuerza en su capacidad mediática. No hay proyectos políticos, hay promesas que impactan fuertemente en la opinión hasta que otra promesa las manda al baúl de los recuerdos antes de que la ciudadanía tome conciencia de que no se ha cumplido lo prometido.

Pregunté en cierta ocasión a un amigo filósofo francés que conoce bien a su presidente por qué Sarkozy y Zapatero se entienden tan bien. Porque son igual de superficiales, me dijo. No es una crítica a las dos personas. Es una crítica a un prototipo de político, propio de la comunicación política actual, dictada por la inmediatez, que en vez de proyectar el país hacia una expectativa de futuro, se apoya en la promesa, garantizada por la confianza en su palabra. El problema es que a la tercera frustración la gente les retira la confianza. Y la política pierde credibilidad e interés.

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