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Reportaje:RUTAS ARQUITECTÓNICAS

Servicio de habitaciones Niemeyer

Varios hoteles del arquitecto configuran una ruta de atractivos alojamientos en Brasil

Javier Montes

Brasil y Niemeyer tienen biografías paralelas, y desde los años treinta sus edificios podrían titular los capítulos de un manual de historia del país. La modernización pionera puede leerse en su Ministerio de Educación de Río. El optimismo burgués de la era de la bossanova cuajó en el lujo de Pampulha, en Belo Horizonte. Los ideales socialistas del Edificio Copan de São Paulo desembocan en las utopías desmesuradas de Brasilia, donde su aliento se respira (o nos sofoca) en todas las supercuadras. Y sí, el gusto dudoso del dinero nuevo de los noventa prendió en algunos de sus proyectos tardíos y menos inspirados.

No todo han sido grandes obras públicas ni sofisticadas casas particulares. Todavía hoy uno puede recorrer parte del inabarcable Brasil y revivir su agitado siglo XX durmiendo en los hoteles que proyectó Niemeyer: se aprovecha el tiempo, e incluso en la cama se aprenderán cosas.

Guía

Cómo llegar

» Iberia (www.iberia.com) vuela directo de Madrid a Río de Janeiro por 682 euros, tasas y gastos incluidos.

» Tap (www.flytap.com) vuela a Río, con escala en Lisboa, a partir de 720 euros.

Información

» Oficina de turismo de Río de Janeiro (www.riodejaneiro-turismo.com.br).

» www.rio.rj.gov.br.

» www.rio2016.org.br.

» Oficina de Turismo de Brasil en Madrid (www.braziltour.com; 915 03 06 87).

En realidad, su primera fama se la dio uno: el Grande Hotel de Ouro Preto, que firmó con treinta años y se inauguró en 1940. Brasil se reinventaba como meca turística, y a la vez iniciaba una brillantísima modernización cultural apoyada oficialmente. Lejos de la costa y agotados los filones auríferos, el Estado de Minas Gerais dormía sobre la mina de oro turística de sus ciudades coloniales del XVIII, riquísimas mientras sus yacimientos sostuvieron el poder del imperio portugués en decadencia. La antigua capital, Ouro Preto, sigue siendo una de las ciudades más hermosas del mundo. Pero entrado el XX resultaba incómoda y remota: faltaban buenas carreteras y camas cómodas para los visitantes. Siguiendo la idea de los paradores españoles o las pousadas portuguesas, y después de mucha polémica entre antiguos y modernos, los burócratas tomaron una decisión que cambió el rumbo de la arquitectura moderna en Brasil: en lugar de un pastiche historicista y neobarroco, encargaron el proyecto, en pleno corazón histórico de la ciudad, a un autor joven y desconocido que proponía aplicar los principios de la arquitectura vanguardista desarrollada por Le Corbusier o Mies en Europa.

Fresco como entonces

El Grande Hotel es un buen ejemplo de cómo conjugar esos presupuestos con el sentido común y la tradición vernácula. Emociona dormir en este edificio sobrio y elegante, fresco como el primer día, con sus pilotes de hormigón encalado bajo las tejas de barro y las celosías de madera, perfectas contra la lluvia y el sol tropicales. Renunciando al camuflaje seudohistórico, Niemeyer logró un triunfo de integración en el paisaje: visto de lejos, el hotel dialoga a la perfección con la trama de orfebre de la ciudad. Y vista desde sus terrazas (cada habitación, la suya) la ciudad despliega en cada atardecer agónico el perfil famoso de sus colinas erizadas de torres barrocas. Su colega Lucio Costa, que luego contaría con Niemeyer para levantar Brasilia, lo dijo claro en su informe sobre el proyecto: "La buena arquitectura de un determinado periodo siempre va bien con la de cualquier periodo anterior. Lo que no pega con nada es la falta de arquitectura".

La verdad es que los hay más lujosos en la ciudad, recién inaugurados para los nuevos ricos paulistas, y con más solera, como la pensión colonial del Pouso do Chico Rei, donde se compartía el baño con Sartre, Elizabeth Bishop o Vinicius de Morães. Pero el hotel de Niemeyer es el más evocador de una ciudad a la que sigue costando algo llegar, y mucho irse.

Ese éxito marcó su carrera. El futuro presidente Kubitschek gobernaba entonces Minas y le encargó otra jugada similar en su ciudad natal, Diamantina. Había sido un gran centro extractor de diamantes durante el XVIII, pero en 1951, cuando se inauguró el hotel Tijuco, sus callecitas empedradas y sus iglesias barrocas de pau a pique (entramado de madera y adobe) dormían polvorientas en el corazón del sertão, a un día de baches y charcos desde Belo Horizonte. Es la más secreta de las grandes ciudades coloniales de Brasil, y aún hoy el coche tarda horas en cruzar el paisaje agreste de la sabana brasileña, sembrado de cascadas y más parecido a una Castilla de plantas marcianas que al ensueño amazónico que algunos esperan del Brasil profundo.

El viejo Tijuco es todavía más personal que el hotel de Ouro Preto: una fachada de columnas en V, rotundas y extraterrestres, le dan aire de nave de Los Supersónicos posada entre el caserío. Sesenta años después, no le vendría mal una reforma... ¿O sí? Lo cierto es que en Diamantina, soñolienta y cristalizada (o diamantificada) en el tiempo, no desentona este hotel, algo ajado, pero con el sabor de la época de los pioneros.

Así empezó una colaboración famosa: cuando Kubitschek se lanzó a fundar Brasilia, encargó a Niemeyer todos los edificios oficiales. El primero en acabarse, en 1957, no fue un ministerio ni un palacio, sino un hotel: el mítico Brasilia Palace, que debía alojar a los políticos y los famosos de visita a las obras de la nueva capital. Del Che Guevara a Eisenhower, todos durmieron en él, con su perfil depurado y casi minimalista a la orilla del gran lago de Paranoá, su piscina ovalada, sus ficus gigantes y los paneles de azulejos op-art del ceramista Athos Bulcão. Pasó décadas abandonado y lo restauró hace tres años el estudio del propio Niemeyer. Es la mejor base en esta ciudad desmedida y a ratos de una tristeza metafísica, muy lejos del ambiente algo siniestro de los hotelazos descascarillados de su Sector Turístico, llenos de subsecretarios.

Y ahora que Río es la ciudad de moda, seguramente tenga esa suerte el único hotel de Niemeyer en la ciudad: el Nacional es una gran torre cilíndrica a orillas de la playa de São Conrado, más allá de Ipanema. En los ochenta, la violencia descontrolada, la depauperación de Río, el crecimiento de la vecina favela de Rocinha y la paranoia de una clase alta recluida en recintos herméticos sin vistas a la miseria desprestigiaron y cerraron un hotel que había abanderado el tirón de los nuevos suburbios al sur de Leblón. Pero la playa sigue igual de espléndida, Rocinha cambia despacio de favela a barrio, y no tardará mucho en llegar el empresario avispado que le saque partido al sitio. Es negocio seguro, porque no hay que ser un lince para adivinar que a la ciudad le van a faltar hoteles en los años que vienen: quizá también el Nacional tenga su papel en el próximo capítulo de la historia de Brasil.

» Javier Montes es autor de la novela Los penúltimos (Pre-Textos).

Torre cilíndrica del Hotel Nacional en Río de Janeiro (Brasil), proyectado por el arquitecto Oscar Niemeyer.
Torre cilíndrica del Hotel Nacional en Río de Janeiro (Brasil), proyectado por el arquitecto Oscar Niemeyer.ALAN WEINTRAUB
Interior del hotel Brasilia Palace en Brasilia.
Interior del hotel Brasilia Palace en Brasilia.ALAN WEINTRAUB

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Sobre la firma

Javier Montes
Novelista y ensayista. Entre sus libros recientes están 'La radio puesta' (Anagrama, 2024), 'Luz del Fuego' (Anagrama, 2020) y 'El misterioso caso del asesinato del arte moderno' (Wunderkammer, 2020). En 2022 publicó la recopilación de sus textos sobre arte contemporáneo 'Visto y no visto' (Machado Libros). Ganador del Premio Anagrama de Ensayo.

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