Poco 'neo' y casi nada de 'soul'
Erykah Badu ofrece un concierto breve y refinado, sin carne en el asador
A Erica Abi Wright tendremos que pedirle algún día de estos, cuando cojamos más confianza, la dirección de su estilista. No por interés propio -algunos casos ya tienen a esta altura mal remedio-, sino para reconocer el mérito de quien fue capaz de crear peinados contrarios a la ley de la gravedad y ahora convierte a esa misma mujer en una diva refinada con fular estampado y sombrero tejano. Erykah Badu, como la conocemos sobre las tablas, es de Dallas y hay que hacer patria. Resuelto el dilema estético, confiemos en que la dama encuentre mejores asesores musicales: los actuales la han querido sofisticar tanto que se nos ha quedado siesa y anodina.
Badu se abonó a la fea costumbre de estas últimas fechas según la cual estamos en verano, esto es España, la cerveza corre en cantidades generosas y los horarios constituyen un trámite engorroso al que dedicarle una ostentosa pedorreta. Un pinchadiscos amenizó la espera con una sesión abundante en Prince y derivados, pero a los 40 minutos de retraso se sumaron otros 10 durante los que la banda se entretuvo con una rutinaria sesión de jazz-funk instrumental y anodino. Puede que ni uno solo de los 1.600 asistentes hubiera aflojado 50 euros para semejante oda al bostezo.
Había buenos instrumentistas y un intenso sentido de autocomplacencia
Al final, Erykah demora tanto el comienzo de la faena que se expone a que toda la producción de adrenalina termine aguándose en la ribera del Manzanares. Y en esos casos ya no hay cuerpo humano que se recupere, así se vaya la artista despelotando por medio de Dallas -como en su controvertido último vídeo, Window seat- o decida practicar el pino-puente en mitad del escenario.
Escogió Badu un repertorio plácido e intrascendente para empezar, algunos temas de su último álbum (New Amerykah Part Two) que, como 20 feet tall o Out my mind, son tan etéreos y contemplativos, y abusan tanto del efecto eco para la voz, que entraban ganas de echarse una rebequita a los hombros para combatir el frío. Veníamos motivados, acaso hasta voluptuosos, pero nos encontramos con el anticlímax.
Lo cierto es que la predicadora del neo soul se plantificó en el centro del escenario, dispuesta a no mover el sombrero del sitio, ni siquiera cuando se incorporaron sus cuatro coristas para animar el cotarro. Había poco de neo y casi nada de soul, para disgusto de quienes recordaban (recordábamos) su concierto de 2008: rebelde, provocadora, visceral. Aquel día parecíamos abocados, de tanta pasión, al concurso del cuerpo de bomberos; anoche prefirió enfurruñarse porque los cigarros, en plena Casa de Campo, no le dejaban respirar.
El sonido fue impecable, sí, como una exquisita demostración de alta fidelidad en la calle de Barquillo, pero durante dos terceras partes del concierto pareció que nadie se encargaba de alimentar la parrilla con un poquito de carne. Y esa es mala señal, con independencia de que la señora, en el legítimo uso de sus libertades, haya abrazado la causa del vegetarianismo. Había buenos instrumentistas, óptimas segundas voces y una intensa sensación de autocomplacencia. A las 23.58, cuando amagaba con desabotonarse la camisa al ritmo de Window seat, los técnicos le hacían gestos de que finalizara. En ese punto de la noche sí que rige la puntualidad.
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