Jazz de melaza frente a 'vuvuzelas'
Melody Gardot protagoniza un concierto meritorio y grotesco con la algarabía futbolera de fondo
Puede que no se lo crean, pero anoche hubo gente en Madrid que salió a la fresca sin que la idolatría a la hermosa muchachada de La Roja figurara entre sus prioridades. Y no eran cuatro gatos, sino más de 800 ciudadanos que se dejaron caer por los jardines de Sabatini con la sana intención de asistir a un concierto de la cantante estadounidense de jazz ligero Melody Gardot. Es uno de los encantos de vivir en la gran ciudad: hay gente para todo. Luego hay que afrontar los inconvenientes: somos muchísimos, casi todos futboleros. Y amantes de la jarana como el que más.
La organización había decidido posponer el recital de Gardot y el de Ana Carolina (en el escenario Puerta del Ángel) una hora, de las diez a las once de la noche, confiando en que para entonces la algarabía balompédica habría finalizado. Ni que no nos conocieran. Si algo une más a los españoles que un remate de Iniesta a cuatro minutos del final es el gusto por alargar las celebraciones hasta acabar con las reservas planetarias de adrenalina. A las 23.08, quince minutos antes de que asomara Gardot, retumbaba desde el puente del Rey I gotta feeling (o el mucho menos refinado Yo soy español, el jitazo sobrevenido del verano) con mucha más nitidez que la música de sala frente al palacio de Oriente.
Sonaba 'Y viva España' cuando ella entonaba una cándida canción
Cosas de la gran ciudad, en efecto. Alegrémonos de todo lo bueno: puede que alguna vez liguemos en el metro, quizás no necesitemos jamás aprendernos el nombre de nuestros vecinos del cuarto o acaso terminemos localizando los mejores bares frecuentados por estudiantes Erasmus, esa juventud siempre tan receptiva con el paisanaje local. A cambio, y aunque ya nos sepamos sobre Fuentealbilla hasta las últimas estadísticas de renta per cápita, debemos aguantar las pedorretas de las vuvuzelas -o, más llanamente, trompetillas- por toda la almendra central, hasta las tantas y sin posibilidad de escapatoria.
A las 23.22, la responsable de un par de discos tan apreciables como Worrisome heart y My one and only thrill ordenó salir a sus cuatro músicos, tomó asiento frente al piano y atacó las primeras notas de The rain mientras unos metros más abajo atronaba The final countdown. En traducción libre: el acabóse. Jazz ligero y un punto experimental en desigual lucha con la megafonía, los helicópteros policiales y los millares de instrumentos de viento sin temperar. El respetable había abonado entre 30 y 40 euros por sus localidades, pero no dijo nada. Somos unos benditos. Más que san Iker, y sin novia despampanante. Celestial lo del pueblo llano.
Incluso esta mujer de 25 años, natural de Nueva Jersey y criada en Filadelfia, merece la catalogación sobrenatural. Encadenó tres piezas para no dejar margen al silencio, y a la cuarta ya se vio obligada a parlamentar: "¡Vaya noche! ¡Qué le vamos a hacer! ¡Viva España!". Sonaba precisamente Y viva España, en versión karaoke universal, cuando Melody pretendía que escuchásemos If the stars were mine, la más cándida de sus composiciones. Esa según la cual podríamos "pintar el mundo de oro y verde, y los océanos de naranja". La última estrofa coincidió con los fuegos artificiales, para que todo resultara más delirante.
La historia es conocida, pero merece la pena refrescarla. Melody tenía 19 años el día que, montando en bici por las calles de Filadelfia, la arrolló una camioneta que se había saltado un semáforo en rojo. Llegaron casi doce meses de hospitalización y todavía hoy, seis años más tarde, son visibles algunas secuelas: el bastón con el que se ayuda para caminar, las gafas oscuras por la hipersensibilidad a la luz, algún gesto furtivo de dolor. Su peripecia se ha entendido como una hermosa historia de superación personal. Quizás desde hoy haya que incluir en su currículo que fue capaz de sobreponerse a los fastos balompédicos más estruendosos de toda la Vía Láctea.
Lo suyo es jazz vocal de melaza y guante blanco, blues afable para acompañar con leves chasquidos de dedos, pop respetuoso con todas las edades y filiaciones. Estos cantantes corren el peligro de convertirse en músicos para oficinistas, compañía tenue para las tardes de plancha o recatada banda sonora en los raros clubes nocturnos donde aún puede practicarse el noble pasatiempo de la conversación. Pero Gardot, y en ello radica la gran novedad, resiste una escucha más atenta. Es decir, sin pólvora de por medio.
Todo el concierto fue un ejercicio casi suicida de amor propio. Los espectadores se lo agradecieron con generosidad, paciencia y grandes ovaciones. En otras circunstancias habríamos hablado de sus parecidos con Laura Nyro, Madeleine Peyroux o Patricia Barber; en una noche como la de ayer, bastante milagro es que estas líneas no hayan terminado en la página de sucesos.
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