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SUDÁFRICA 2010 | La otra mirada
Columna
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Un mal despeje

Mi afición al fútbol es, más bien, tardía. Yo era de esos niños que, en la media hora de patio de la escuela, se quedaba junto a la portería y, mientras todos los demás chicos corrían detrás del balón, se quedaba hablando con otro amigo igual de pasota, charlando sobre la película del fin de semana hasta que, no se sabe muy bien cómo, el balón llegaba a la portería y, si había suerte, rematábamos a gol. Tuvieron que pasar unos años para que me aficionara de verdad al balompié. Cuando retransmitían un partido, yo me quedaba jugando sobre la alfombra de la sala, delante del televisor. De vez en cuando miraba al aparato. Me acuerdo que una vez le pregunté a mi abuela qué equipo era ese que jugaba con una camiseta roja y pantalones azules y ella, tomándome el pelo, me dijo que era el equipo del pueblo. Y es que tienen la misma indumentaria, roja y azul. Yo me lo creí a pies juntillas hasta que me di cuenta de que mi pueblo no tenía la entidad suficiente como para que su equipo saliera en televisión. La abuela era la que me llevaba a ver los partidos del equipo local. No me llevaba al campo, sino a una colina contigua desde la que veíamos el partido. Si me quejaba, ella replicaba orgullosa, "¿De qué te quejas?, si es como ver el partido desde la tribuna principal".

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Para cuando cumplí los doce años las cosas habían cambiado mucho. Veía los partidos en la televisión y hasta leía las crónicas de los periódicos. Manu Sarabia era, por aquel entonces, mi héroe. Era delgaducho y de aspecto frágil, como yo, pero todo un artista con el balón. Incluso llegué a pensar en algún momento que llegaría a ser futbolista profesional, tan ágil como Sarabia. Iluso. Era, evidentemente, demasiado tarde para que eso ocurriera. Aún así, todos mis amigos todavía se acuerdan de aquel golazo que metí en aquellos años, un tiro duro y seco que entró como un obús, pero en mi propia portería. Todavía me hacen recordar aquella hazaña. "Fue un mal despeje", trato yo de explicarles sin ningún éxito. Aquella jugada hizo que abandonara definitivamente mis sueños futbolísticos y me centrara en otras cosas, como la lectura.

Hace poco coincidí con el hermano de Xabi Alonso, el también futbolista Mikel Alonso, en Tenerife, en un programa de radio. Era para hablar de literatura. Mikel decía que en el mundo del fútbol no es habitual la afición por la lectura, pero que de vez en cuando te llevas agradables sorpresas y ves a algún compañero con un libro debajo del brazo. Según contó, uno de sus libros favoritos es El guardián entre el centeno, de Salinger. Yo comenté que tampoco era muy usual que un escritor confesara públicamente su afición al fútbol. Pero al fin y al cabo el fútbol y la literatura tienen algo en común: divierten. El domingo vi a Mikel Alonso en la televisión minutos después de finalizar el partido. Estaba muy contento. Yo me alegré por él, por su hermano, por todo el equipo. Porque este equipo divierte, como los buenos libros.

Es verdad. Veíamos el partido desde la colina. Pero no era porque la abuela no quisiera pagar para entrar al campo. Era porque, mientras yo le iba retransmitiendo lo que ocurría en el campo, ella se podía tumbar en la tumbona y tomar el sol.

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