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Columna
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La canícula y el rodríguez

Por estas fechas -mediados de julio- la ciudad comenzaba a hervir. Ya se conocía el aire acondicionado, pero habría que sobrepasar los años sesenta para encontrarlo en los lugares públicos. En algunos cines se utilizaba la barra de hielo y el ventilador para mitigar esa angustia espesa, el pasmo desanimado de los 40 grados que aún tenía que convivir con las chaquetas y las corbatas masculinas y el atenuado martirio de las fajas elásticas que habían sustituido al corsé femenino. No llegué a conocer, salvo por fotografías, el recurso de nuestros antecesores de alargar los toldos de los comercios y los quicios del balcón, con tejidos espesos, que se mojaban periódicamente, lo que debía producir un inaguantable vapor de agua, igualando el siroco de la meseta con el vaho pegajoso de las ciudades marítimas mediterráneas.

Inexorablemente caía entre los comprensivos brazos de alguna damita galante, conocida en Chicote
Lo cierto es que se trataba de un infeliz a la deriva, añorante de su ya obesa cónyuge

Se notaba el verano en Madrid por la ausencia de gente, tiendas cerradas, oficinas despobladas y el tímido salir a la calle de la población, una vez oculto el sol. Como no se adelantaba la hora, porque nadie lo había considerado necesario, la vida común se regía, en los departamentos oficiales, por la parálisis de los días de desestero, que se llevaban con rigor, aunque ya no hubiera esteras en las covachuelas.

Cada barrio tenía su verbena y con cortos medios procuraban los sudorosos madrileños encontrar un poco de felicidad colectiva, que tenía la parodia en la creciente afición al fútbol, divididos, sin demasiada ferocidad, entre colchoneros y merengues, antigua rivalidad que iba configurando a los aficionados. En menor medida numeral aún el toreo despertaba pasiones, encarnadas en las figuras de la época. El mundo del toro no acababa de quitarse el luto por Manolete, muerto por un miura en la plaza de Linares, en 1947. Estuve muy cerca del lugar de la tragedia, pues aquella misma tarde, tras haber pasado unos días invitado en Cazorla, tuve que esperar un tren camino de Sevilla y se supo en la estación la cogida del diestro. Pura proximidad geográfica. Aunque se ha publicado y los entendidos lo conocen, es curioso el dato de que el padre del diestro, también apodado Manolete, fue uno de los pocos que han utilizado gafas vestidos de luces, aunque nadie ha confirmado la especie de que se pusiera las de leer para entrar a matar. Tuvo escasa fortuna.

Triunfaba en toda la línea Luis Miguel, que llevó el dandismo a los ruedos y planeaba previamente las faenas con la regla y el cartabón, como una operación de geometría. Para ser buen torero no basta el valor y la afición; el conocimiento y la inteligencia son indispensables, de ahí esa fama de sentenciosos y sabios que han tenido las grandes figuras.

Había venido Ava Gardner por aquellas fechas y, en estos recuerdos personales, guardo su imagen en la casa madrileña del poeta irlandés Alastair Reed, muy amigo de ella y mío. Tenía el escritor un hijo de corta edad y, tomando copas, a lo que era adicta la actriz, la vi pidiendo a Mary, la madre, que la dejara aquel envoltorio, que abrazó con patética ternura. Me dijeron que se había operado los ovarios para que un embarazo insidioso no entorpeciera su carrera. Un precio muy alto.

Volvamos a la canícula de los años cincuenta. Se popularizó la figura del funcionario o trabajador que enviaba a la familia al cobijo de la sierra o de la playa y que pasaba las lentas horas del día sin compañía. Poco trabajo en la oficina y hondo temor a la soledad. Comía en restaurantes económicos, tomaba sus copitas, a veces solo, y frecuentaba los muchos lugares nocturnos de aquel Madrid. Era el famoso rodríguez en busca de ligue. Inexorablemente caía entre los comprensivos brazos de alguna damita galante, conocida en Chicote o cualesquiera otros lugares; la convidaba a cenar, planeando una pequeña orgía que casi nunca tenía remate. Era fácilmente identificable por la cantidad de gomina que echaba a su cabellera y los gestos que imaginaba de hombre curtido en lances amorosos.

Lo cierto es que se trataba de un infeliz a la deriva, añorante de su ya obesa cónyuge y del chirriar doméstico de los hijos. Sin remedio acababa sacando la cartera para enseñar a la paciente peripatética la foto de los retoños, acompañada de datos biográficos que la resignada profesional escuchaba con aire interesado. El pobre rodríguez renunciaba al propósito de llevar a aquella chica al hogar, dulce y sacrosanto hogar, donde, semanas después, se reanudaría la vida gris empapada en olor a berzas cocidas. Personaje histórico, amortizado por la devaluación de la monogamia.

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