¡Fútbol es fútbol!
Es curioso que el fútbol mueva un volumen impresionante de dinero pero nadie clame por su expropiación. Extrañamente, las fuerzas avanzadas, que exigen que el agua, la vivienda, la educación, la sanidad o la cultura no sean mercancías, olvidan exigir que el fútbol deje de serlo. Sin embargo, si hay un ámbito secuestrado por las multinacionales (esas odiosas entidades sin las cuales vivíamos felices, en nuestras cómodas cavernas) es precisamente el fútbol. Y lo monopolizan de un modo que por una vez sí resulta intolerable. En el ámbito del fútbol, el negocio no deja resquicios. En Sudáfrica se han creado perímetros en torno a los estadios donde ningún nativo podía vender souvenirs. Ha habido expulsados de la grada por acciones publicitarias ajenas a los patrocinadores oficiales. El paroxismo de la apropiación del espectáculo ha sido el anuncio de la FIFA de que en el futuro no se permitirá ninguna expresión religiosa. Santiguarse sobre el césped estará proscrito, desdiciendo el casposo mantra de que la Iglesia está junto a los poderosos, cuando los poderosos no quieren saber nada de ella, por una cuestión de imagen y de rentabilidad.
Se proclama que las cosas importantes no deben ser mercancías, pero la historia enseña que impedir que algo lo sea (libros, agua, medicamentos, incluso casas) es el mejor modo de asegurar su desaparición. La verdadera razón por la que nadie denuncia la mercantilización del fútbol es innoble: todo el mundo sabe, más allá del discurso oficial, que el sector privado optimiza el rendimiento de los recursos, y no por dogma divino, sino porque obra en régimen de libre competencia (salvo cuando el poder público, claro, otorga a algún amigo privilegios o monopolios). Así ocurre también en el fútbol, donde la competencia es cruel y atroz, pero cuenta con una masiva aceptación en pro del espectáculo. Piensen en una final de los mundiales en que los futbolistas fueran seleccionados mediante una oferta pública de empleo. No, la gente no renuncia a que las cosas que le interesan sean de calidad. La gente puede privarse de buenos médicos, profesores o políticos, pero no de buenos futbolistas. Los experimentos, con gaseosa, pero no con el fútbol. Hasta ahí podíamos llegar.
Hay gente que hace dinero fabricando medicinas, prestando dinero a quien lo pide o construyendo viviendas. Todo eso se considera despreciable. Pero que la gente haga dinero jugando al fútbol inspira una inacabable simpatía. Y tiene sentido, porque esos millonarios satisfacen una necesidad más importante, en opinión de sus clientes, que la educación o la cultura. Nadie se opone a la amenazadora cantinela de que el agua, los libros o los medicamentos dejen de ser mercancías. Pero, ¿y el fútbol? ¿Y si el fútbol no fuera mercancía? Los aficionados no necesitan estudios de economía para medir las consecuencias: "Oye, tío, no nos jodas".
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