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Columna
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Salvajadas

Hace poco más de un mes, una España que parecía caerse de un guindo se llevaba, horrorizada, las manos a la cabeza ante el espectáculo atroz de una vaquilla (una niña, en términos bovinos: una ternera de un año y medio a dos años) que era brutalmente apaleada por una horda de bravucones, sádicos jovenzuelos cuyo ensañamiento con la aterrorizada vaquilla, con la niña, fue difundido por los medios de comunicación de todo el Estado: la vaquilla, la niña, incapaz de seguir en pie, pero acaso ansiando aún una remota salida de su infierno, acababa recostada cerca de la barrera de la plaza de toros de Alhaurín el Grande, un pueblo de Granada que celebraba así sus fiestas, y la cámara se acercaba hasta su cara, en la que, entre babas, lágrimas y sangre, quedaban patentes su dolor, su pánico, su soledad y su impotencia.

Ella era una de las seis vaquillas, una de las seis niñas, que en esta ocasión habían sido arrastradas, empujadas, obligadas a participar en tal orgía de crueldad. Una ocasión entre miles, pues la escena anterior se desarrollaba en Alhaurín el Grande como podía haberse desarrollado en uno de los tantos pueblos españoles que se solazan maltratando animales, maltratando vaquillas, maltratando niñas de la especie bovina. Y nada nuevo habría pasado, España no se llevaría las manos a la cabeza si Antonio Moreno, un activista de CACMA (Colectivo Andaluz Contra el Maltrato Animal) de cuyo nombre no quiero olvidarme, no hubiera tenido el estómago, la templanza, el empuje moral de colarse en semejante escenario con una cámara, simulando participar sin reparo de semejante diversión; nada habría cambiado si Antonio Moreno no hubiera tenido bien puesto lo que hay que tener para aguantar entre bestias (no las niñas, las vaquillas, no: los mozos, los machirulos, los machotes, los maltratadores consentidos), para asistir al martirio y para registrarlo hasta el final.

Gracias a este activista, a la vergüenza que puso en evidencia, Alhaurín el Grande prohibió la suelta de vaquillas en sus fiestas y España se cayó del guindo cuajado de salvajadas que son las fiestas populares inscritas en la tauromaquia, es decir, todas aquellas en las que se acosa y tortura hasta la extenuación y la muerte a vaquillas, becerros, novillos y toros. ¿Por qué España no se horrorizó antes, si en una gran mayoría de sus pueblos y localidades se practican crímenes como el descrito?

Por ejemplo, en el municipio madrileño de El Escorial. Entre el 30 de julio y el 3 de agosto (una fecha que ha resultado imposible determinar: ¿por qué una actividad que cuenta con el consentimiento del Ayuntamiento ha de recurrir a la ocultación?, ¿qué esconden?) se celebra, bajo el título de Fiesta de Mozos, Casados y Viudos y en honor de la Virgen de la Herrería (vírgenes y santos, cómo no), una becerrada popular cuya crueldad pone los pelos de punta a cualquiera que no sea un indeseable. De Youtube ha sido retirado un vídeo de la becerrada grabado el 3 de agosto de 2008: un becerro (es decir, un niño: una cría macho de vaca de entre uno y dos años), que se halla, pequeño, desconcertado, inocente, en mitad de la plaza de toros de San Lorenzo de El Escorial, es lidiado por varios vecinos del pueblo, todos ellos aficionados.

En imágenes sucesivas se ve a otros becerritos, a otros niños, pasando por la misma condena: banderillas, espadas y hasta una especie de lanzas o palos que acaban en punzón (quizá sean banderillas que parecen enormes frente a su escasa envergadura), le desgarran el cuerpo. Recibe estocadas en el lomo, en el cuello. El becerro, el niño, sangra por la espalda y por la boca, se tambalea, ni siquiera sabe cómo intentar defenderse. Y, en un colofón que espanta, cuando, exhausto, se desploma en la arena, los bárbaros, los torturadores, se abalanzan sobre él (otros se quedan alrededor, contemplando la escena con los brazos en jarras) y le apuntillan, una y otra vez, no atinan, le tiran del rabo, le sujetan las astas incipientes, insisten en hundir en su nuca un arma asesina que ni siquiera saben manejar. El becerrito, el niño, aún está vivo. Se ve cómo le tiemblan las patas, cómo sufre pequeñas convulsiones. ¿Se imaginan cómo será, de cerca, la expresión de su cara? ¿Se imaginan la súplica de sus ojos? ¿Se imaginan su respiración agónica, desesperada? ¿Acaso no les da pavor?

Todo esto lo consiente cada año el término municipal de El Escorial y se desarrolla en San Lorenzo de El Escorial, que por el hecho de tratarse de municipios distintos, aunque cómplices en su beneplácito, tratan de despistar a los ciudadanos que envían sus protestas, como ha pretendido el Ayuntamiento de San Lorenzo. Pero esos intentos de confundirnos no pueden ocultar su vergonzosa verdad.

La Federación de Protectoras de Animales de la Comunidad de Madrid (FAPAM), Ecologistas en Acción de Madrid y el mencionado CACMA han instado a los alcaldes de ambas localidades a que no permitan que se celebren de nuevo estas becerradas. No son las únicas: especialmente crueles son también las de Chinchón, Manzanares el Real o Los Molinos, como denuncia Matilde Cubilla, presidenta de FAPAM, que exige su prohibición. Mientras tanto, varios niños y niñas de la especie bovina son aún ignorantes del castigo que recibirán este verano por el simple hecho de existir en esta España que no acaba de horrorizarse del todo.

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