Tratado urgente de buen rollo
Muchachito Bombo Infierno convierte la Casa de Campo en una verbena bulliciosa
Solo faltó la pancarta inaugural con el escudo del Ayuntamiento y un lema a la altura de las circunstancias: Bienvenidos a la Semana del buen rollo. De acuerdo, puede que llegáramos a Puerta de Ángel ya sugestionados entre la bonanza climatológica, las hazañas de la muchachada roja en Sudáfrica, el descenso del paro o el talante súbitamente solidario de los conductores del metro, pero Jairo Perera, alias Muchachito, se encargó del resto.
Porque este barcelonés patilludo, sandunguero y estandarte del desaliño invirtió ayer dos horas en intentar persuadirnos de que los humanos somos criaturas predestinadas al entendimiento, la felicidad y el amor recíproco; que la vida constituye un regalo inigualable y que, pese a nuestro sólido escepticismo, la chica o chico a quien remitimos los mensajitos más líricos del espacio radioeléctrico acabará contestándonos en términos parecidos.
La Semana del buen rollo ya había contado el domingo con un inesperado telonero en la figura del belga Milow, que remató su concierto enfundándose una camiseta de la selección, asegurando que los alemanes "le tienen miedo a España" y compartiendo una cervecita con los parroquianos.
Muchachito y sus secuaces triplicaron la apuesta con odas al cigarrito, brincos de bombero torero y mucha rumba con el ventilador a toda mecha. Aún no había comenzado la segunda canción y las acomodadoras ya se habían unido al bailoteo colectivo. Literal.
La prolongación del buenrollismo parece garantizada esta noche con Ojos de Brujo y el jueves con Bebe, pero tanto a los unos como a la otra les han colocado alto el listón con el tratado urgente de anoche. Porque Muchachito Bombo Infierno es, más que una banda, un gentío. La exaltación misma de la algarabía. Y su jefe de filas jamás pierde un par de cosas: ni la sonrisa ni el sentimiento espídico de la vida. En algo han de notarse los años pasando la gorra por los parques.
Jairo es un músico permanentemente subido a la moto. Pidió comenzar media hora antes de lo establecido, por aquello de contar con mayor margen de alboroto; encadenó una pieza tras otra como si le hubieran colocado un petardo en determinada región corporal y presentó a sus músicos trabucándose con los nombres, los apelativos y las guasas. Sucede todo tan deprisa y rasguea con tal furia que solo queda apiadarse del pobre asistente que haya de ponerle a punto las guitarras.
Hasta nueve personajes se reparten por el escenario, con prevalencia de las camisetas de tirantes, las cabezas tocadas con viseras de mercadillo y singularidades como el inenarrable pantalón verde del contrabajista o, claro, el mono del pintor Santos de Veracruz, que se pasó la noche brincando con los pinceles en ristre. El resto de la banda, en cambio, tiende más a la brocha gorda. Ni siquiera aprovecha bien su potencial sonoro: el cuarteto de metales no sonó elegantón hasta Conversaciones incompatibles, ese reggae que, como tantas otras canciones del primer disco (Vamos que nos vamos, 2005), aún pervive en el repertorio.
El arranque, de hecho, bebió de temas clásicos (Carreta sideral, Eima, Luna) hasta que Tiempos modernos, con esa revelación de ingenio surrealista ("El mundo es un cacagüé"), abrió el repaso al tercer y muy reciente álbum del colectivo, Idas y vueltas. Daba un poco igual: esos 1.300 chavales que liberaron todas las toxinas de tanto saltar se las sabían todas. Casi por vez primera en la historia de escenario Puerta del Ángel, el ambiente era festivalero y desharrapado, con abundancia de rastas, greñas, porritos, minis de cerveza y bermudas para lucir pantorrilla (sin depilar, por favor). La Casa de Campo fue una verbena acelerada, divertida, insustancial. Cosas de la relajación veraniega.
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