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Columna
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Ruido y excremento

La cuestión no es la bebida, el alcohol, la costumbre de la borrachera campal, la cuestión es la incurable costumbre del ruido. En Conil de la Frontera, en Cádiz, sobre el río Salado, entre el cabo Roche y el cabo de Trafalgar, el Ayuntamiento ha prohibido beber en la calle, fuera de los bares y sus terrazas, entre las diez de la noche y las ocho de la mañana. La intención es espantar el alboroto público, lo que las autoridades municipales llaman "nueva expresión de ocio nocturno juvenil", recurriendo a un estilo tecnocrático-poético, por decirlo así. Los rasgos característicos de la nueva modalidad de diversión, tal como la define el Ayuntamiento, son el uso abusivo de alcohol, el ruido, la suciedad, la inseguridad, el fastidio y la irritación del prójimo que no quiera sumarse a la francachela.

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El estruendo festivo es una costumbre aquí, donde gustan tanto los tambores, las trompetas, el petardo, la buena voz, la música, el ruido, el ruido, el ruido. Aquí los ruidos indeseables se aceptan como una cotidiana fatalidad. Uno ve en los pueblos el despliegue policial callejero, con los antiguos y pacíficos policías municipales convertidos en comandos de intervención antiguerrilla urbana, botas de campaña y armamento alarmante, y se admira de la impasibilidad y apatía con que los agentes del orden soportan el paso de las motos explosivas y los coches musicales atronadores, o la descarga retumbante de ritmos varios desde altavoces que dan a la vía pública. Es verano, y el verano en la costa es fiesta, aunque luego acabe el verano y continúe sin fin el festival.

El ruido no es el sonido desagradable. "La diferencia esencial entre música y ruido no es acústica o estética, es moral", dice Garret Keizer. Ruido es todo sonido indeseado que hay que aguantar, aunque sea un martirio, porque a alguien le gusta. Steven Poole cita un ejemplo: supongamos que mi vecino pone a buen volumen a las cuatro de la mañana una sinfonía de Mozart. En ese momento la mejor música se convierte en ruido infernal. Otro ejemplo: la preciosa música de las campanas que despiertan los sábados a los vecinos de la plaza donde vivo a las ocho y media de la mañana, quieran o no, podrían ser oídas como testimonio radical de unas criaturas decididas a imponer a todo el mundo sus gustos y sus fiestas. El oído no duerme, y oímos forzosamente, contra nuestra voluntad.

Lo más interesante de la Ordenanza del Ayuntamiento de Conil es que parece considerar al ruido un excremento: lo prohíbe como, en su artículo 9, prohíbe la micción o la defecación callejera. Y lo iguala a los malos olores: "Se prohíbe perturbar el descanso de los vecinos produciendo ruidos y/o olores que alteren la normal convivencia". El ruido es una cuestión de potencia, de poder, de imposición. El que lo causa te dice: tienes que tragarte mi ruido. Tengo derecho a mi ruido, a acorralarte, a intimidarte, a invadirte, a barrerte, a quebrantar tu casa y tu intimidad, a meterme en tu dormitorio. Los ruidosos son intrusos fanáticos de sí mismos. El ruido es feroz. Los interrogatorios de la CIA a presuntos terroristas incluían el encierro con rock duro a todo volumen día y noche, o eso leí una vez.

La anomalía de la borrachera masiva callejera (me da igual que los bebedores sean jóvenes o viejos, y casi todos serán jóvenes porque ya sólo se considera personas mayores a los ancianos ancianísimos) debería recordarnos lo más normal: nuestra costumbre o tradición de ser ruidosos, y no respetar el espacio personal de nadie, por motivos feriales, verbeneros, populares, religiosos, políticos, sindicales, etcétera, usos del ruido y la bebida que la ordenanza de Conil salvaguarda: el ruido está garantizado en esas ocasiones extraordinarias tan corrientes. Y ¿por qué no por motivos amistosos, familiares, íntimos, míos? La tradición del ruido parece imbatible.

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