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Columna
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Museo del Ejército

El coronel Moscardó nunca fue mi héroe. Eso de preferir la muerte de su hijo a entregar el Alcázar de Toledo siempre me pareció antinatura. Me da igual el bando en que estuviera, pienso lo mismo de Guzmán el Bueno y lo suyo ocurrió hace más de siete siglos. Aquel Guzmán tuvo el cuajo de regalarles un cuchillo para que apuñalaran a su hijo antes que entregar el Castillo de Tarifa a los musulmanes. Ni siquiera me pareció bien lo de Abraham que estaba dispuesto a degollar a su primogénito y eso que se lo pedía Dios. Ni Dios, ni Castillos, ni hostias, un hijo es un hijo y hay que defenderlo a muerte. Así que aquel montaje de antes para las visitas del Alcázar ensalzando la gesta de Moscardó se me antojaba siniestro (aunque nunca tanto como el chantaje que le hicieron).

El mando alemán envió a los españoles al frente ruso para que fuesen carne de cañón

Entiendo pues que el Nuevo Museo del Ejército, en el que han convertido el Alcázar de Toledo, no recree con aquella delectación franquista un episodio que pone de manifiesto hasta dónde llegó la chaladura en la Guerra Civil. Lo que ya no comparto es que supriman de la exposición todos los vestigios de aquel largo asedio. Es un capítulo señalado de la historia militar de nuestro país como lo fueron las batallas de las guerras carlistas o las de los tercios de Flandes, tuviera razón quien la tuviera. Ya debería haber distancia en el tiempo suficiente para observar con perspectiva histórica estos eventos.

Según parece, el hilo conductor de este Museo del Ejército que está a punto de reabrir será principalmente la historia de las aportaciones militares al progreso institucional, social, cultural y científico de España. Un enfoque muy loable que no puede ser incompatible con las obligadas reseñas a cualquier acontecimiento épico de nuestra historia militar.

Me indigna especialmente el deliberado olvido a que han sometido la gesta protagonizada hace 70 años por los casi 50.000 españoles que conformaron la llamada División Azul. Un ejército de voluntarios enviado por Franco a la misma boca del infierno. Tenían que pagar a Hitler los favores prestados al bando nacional durante la Guerra Civil, España estaba exhausta por la contienda, y buscaron la forma de hacerlo sin meterse oficialmente en la II Guerra Mundial.

El pago fueron esos 50.000 hombres que marcharon al frente ruso para luchar contra otro dictador no menos sanguinario y abyecto que Hitler, el camarada Stalin. De los tres frentes abiertos, en la ya de por sí terrible campaña del Este, el más duro por la climatología extrema y las condiciones de insalubridad fue el del norte. Allí donde el ejército rojo defendía Leningrado a sangre y fuego fue destinada la División Azul. Allí fue donde el mando alemán envió a los españoles, más con la idea de usarlos como carne de cañón que la de obtener grandes réditos militares. En eso los alemanes también erraron.

Metidos en pantanales, escasos de víveres y municiones y sometidos a temperaturas inferiores a los 50 grados bajo cero que helaban el alma, aquel cuerpo divisionario dio una exhibición de valor, resistencia y arrojo que asombró a los mariscales de ambos bandos.

Yo crecí escuchando los relatos de primera mano sobre aquella hazaña enorme. Conocí al detalle las vivencias terribles en escenarios como Smolensko, Nogorov o el lago Ladoga. Se las oí a mi padre que, con apenas 20 años, se alistó en aquella expedición porque pensó que hacía algo bueno por su país. Da igual si acertaba o no, lo importante es que se fue dispuesto a dar la vida por su patria. Esa disposición que honró en la Guerra Civil a tantos españoles de uno y otro bando en abierto contraste con quienes, también en ambos lados, se deshonraban con vilezas y atrocidades.

Casi 5.000 compatriotas componentes de aquella legendaria División Azul murieron en el frente ruso y 9.000 más resultaron heridos. Ellos ofrecieron sus vidas, no las de sus hijos. Fueron auténticos héroes y merecen un lugar en ese Museo del Ejército y en nuestra historia.

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