Otra grieta en el Gobierno alemán
Ha perdido el mejor. El más independiente. El más popular. Al final, los intereses partidistas y los cálculos políticos más bajos y oportunistas han podido más que cualquier consideración moral e incluso que el interés nacional. Joachim Gauck hubiera sido un presidente extraordinario, a la altura de la imagen que merece la Alemania de Berlín, que ha superado las dificultades de la unificación y ha regresado plenamente a la escena europea e internacional con todo su peso económico, demográfico y cultural, y sin los complejos generados por el nazismo que la habían paralizado durante décadas. Su candidatura, urdida por la oposición socialdemócrata y verde para complicarle la vida a la coalición conservadora liberal, era un auténtico lujo. Alemania ha perdido la oportunidad de tener un presidente verdaderamente independiente, dotado de autoridad y prestigio, capaz de encarnar la imagen del país en una hora de dificultades políticas europeas, de crisis económica y de desorientación ideológica, uno de esos momentos en que se hacen especialmente necesarias las personas ejemplares, con capacidad de convicción y de explicación.
El maquiavelismo partidista pudo más que la calidad moral y política
Alemania pierde la oportunidad de tener un presidente independiente
No hay novedad en el descarte de los mejores. Así sucede siempre y en todas partes y lo extraño es que durante una entera jornada, la de ayer, en Alemania se haya atisbado lo contrario. Nadie puede ni debe escandalizarse. Así es la vida política. En este caso hay una ventaja, aireada a la luz pública y retransmitida en directo: la canciller Angela Merkel lleva en su pecado la penitencia. En la entera jornada celebrada ayer por la Asamblea Federal, reunida en el corazón de Berlín en el nuevo edificio del Reichstag, los 1.244 electores que con sus votos eligen al presidente de la República han proporcionado un severo castigo a la canciller, que pesará gravemente sobre su gobierno liberal conservador y erosiona su autoridad en todos los niveles, desde el partido hasta la coalición.
En esto y en algunas cosas más hay una ejemplaridad que hace especialmente admirable a la democracia alemana. La votación es secreta. No hay disciplina de voto. Los partidos se limitan a presentar sus candidatos o a retirarlos cuando consideran conveniente. Lo hizo entre la primera y la segunda votación La Izquierda, la agrupación de ex comunistas orientales y socialdemócratas radicalizados de Lafontaine, para no tener que aportar así colaboración alguna a la elección del candidato de la derecha. Pero su dirigente, Gregor Gisy, dejó claro que la elección era entre dos candidatos conservadores: una forma de solicitar la abstención por parte del antiguo dirigente comunista. Los electores de La Izquierda no estaban dispuestos a dar su voto a un candidato que consideran tan derechista como Wulff y al que culpan además por una represión que creen excesiva contra los antiguos comunistas orientales.
A pesar de la libertad de voto, funciona finalmente la disciplina de partido y de coalición. Entre los electores de la coalición gobernante hubo 44 representantes que quisieron castigar a Merkel en la primera votación, impidiendo que Wulff saliera por mayoría absoluta de 623, a pesar de que contaban con 644. En la segunda, 15 de los disidentes se dieron por satisfechos con el varapalo proporcionado y votaron a su candidato, pero tampoco fue suficiente. Pero fueron muy pocos los disidentes más pertinaces, que prefirieron poner en riesgo a su propia coalición, puesto que finalmente, en la tercera, los electores le dieron a Wulff la mayoría absoluta que le negaron en las dos anteriores.
Este relevo ha estado desde el principio especialmente cargado de dinamita política, algo poco usual a la hora de elegir a un presidente tan ornamental, aunque muy respetado, como es el alemán. Todo empezó con la súbita, inesperada e inexplicable dimisión de Horst Köhler, el anterior presidente, ofendido por la reacción pública a unas torpes declaraciones suyas acerca de la guerra en Afganistán. Köhler señaló la obviedad de que Alemania estaba defendiendo sus intereses, incluyendo los económicos y comerciales, con su participación militar en la guerra de Afganistán, pero su fina piel de economista y funcionario poco bregado en la política de partido le impidió encajar con normalidad las críticas que suscitaron sus declaraciones.
Merkel quiso sustituirle primero con una mujer, la actual ministra de Familia, Ursula von der Leyen, pero tuvo que optar luego por uno de los barones conservadores que vienen acosándola desde que se hizo con las riendas de la CDU, el presidente del land federal de Baja Sajonia, Christian Wulff. Tomó esta opción, perfectamente maquiavélica, en contradicción con sus afinidades y amistad con el pastor protestante, intelectual y disidente en la Alemania comunista Joachim Gauck. Al final se ha salido con la suya. Pero pagando un severo precio en imagen pública. Y con una nueva y enorme grieta en su gobierno y en su mayoría.
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