Una noche mágica y peligrosa que trae de cabeza a los bomberos
La terrible tragedia de Castelldefels, con todo su drama y dolor humano, se enmarca en el contexto de una de las fiestas más queridas de Cataluña. El empeño con que se celebra la verbena de San Juan, la Noche del Fuego, haría las delicias de James George Frazer o Mircea Eliade. No hay quien no se entregue al jolgorio esa ruidosa velada. Unos prefieren las verbenas populares y otros las fiestas privadas, pero todo el mundo se lanza a vivir la ocasión con grandes expectativas y cierta dosis general de vehemencia, lo que suele provocar situaciones peligrosas y trae siempre de cabeza a los bomberos. Pese a su tono actual eminentemente profano y proclive al exceso, la ocasión no está exenta de un delicioso barniz de maravilla que probablemente es un resto atávico de la sacralidad original de la fiesta. Como en otros puntos de España y Europa, lo que festejan los catalanes, aunque a la mayoría el motivo les traiga al pairo, es la llegada del solsticio de verano. Las hogueras que proliferan en las calles -alimentadas con muebles viejos-, los innumerables fuegos artificiales y petardos, y la gresca en general, estaban destinados a alargar el día hasta vencer a la oscuridad. El entusiasmo tiene mucho que ver con que la verbena anuncia la llegada del verano y preludia las vacaciones. Más allá de que la noche, que se suele vivir al aire libre, con cena, coca de frutas, cava y baile, se llene de resplandores, de música y de estrellitas pirotécnicas (y derive a veces en tragedia, como en esta lacerante ocasión), hay algo en el ambiente irreductiblemente mágico. Aunque nadie recordará así esta noche de 2010.
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