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Columna
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El Hombre y el Mundial

Pensando, pensando y volviendo a pensar sobre cuál sería el tema adecuado para estrenarme en este hueco, he llegado a la conclusión de que lo mejor que podía hacer era hablar de un asunto que me importa un bledo: el Mundial. Y usted se preguntará: ¿si te importa un bledo, para qué escribes sobre él? Buena pregunta. No tengo respuesta.

El asunto es que yo elegí a mi novio por una razón puramente práctica: no le gustaba el fútbol. Tengo que explicar que vengo de una familia en la que los niños recibíamos paga doble cuando la Real ganaba. Ese es el nivel de presencia que ha tenido siempre el fútbol en mi entorno, domingo a domingo, mes a mes, año a año. Así que se pueden imaginar que, al hacerme mayor, el único requisito que yo le pedía a un hombre era que este maldito deporte de las narices le diera igual. No me importaba que fuera delincuente, tuviera mal aliento o tres pezones. Si era capaz de organizar su vida sin que el partido de turno estuviera en el epicentro de sus planes, yo satisfecha. Y lo encontré. El Hombre apareció.

Éramos felices. Éramos libres. Y siempre cambiábamos juntos de cadena cuando, zapeando, nos encontrábamos con las declaraciones que hacían los futbolistas después de los partidos. Sí, ya saben, esas declaraciones compuestas por frases huecas y pretenciosas que, invariablemente, acaban con la muletilla "¿no?".

Pues bien. Lo que el manual de instrucciones de El Hombre no explicaba es que su falta de interés por el fútbol no era a prueba de Mundiales. Vamos, que tenía letra pequeña. Igualito que en los bancos. Menuda estafa.

Hay algo en todo este asunto que se escapa a mi humilde, pero esforzada comprensión. ¿Esto cómo es? ¿Ahora resulta que, con el Mundial, se produce una permutación genética en toda la raza humana que hace que cambien los gustos de las personas? Quiero decir, si a mí nunca me ha gustado la sidra, no me va a empezar a gustar con motivo del Sagardo Eguna. ¿Dónde están ahora los que, como yo, vivían felices en el desdén? Han desaparecido todos. Hasta mi pollera, una anciana que en su vida había hablado de fútbol, ha sufrido la metamorfosis. El otro día comentaba, mientras me fileteaba unas pechugas, que Xabi Alonso no sé qué había hecho contra la barrera. Me quedé ojiplática escuchándola, oiga. Y mi novio, El Hombre, resulta que ha empezado a organizar quedadas en casa para ver partidos. Pero no se crea usted que ven partidos de España, no. Uno de Ghana estaban viendo el otro día. ¡Pero si no sabe ni dónde está Ghana! ¿Qué le importará si meten gol o se comen el balón?

Dios. Qué difícil es la vida de los que somos fieles a nuestros principios. Qué sola estoy.

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