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Columna
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El chequeíto

La escena tuvo lugar en un gran hospital público de Madrid. Una joven dominicana de unos 25 años entraba en la consulta del cardiólogo, uno de esos médicos de prestigio internacional y que honra como tantos otros nuestro sistema público de salud. Cuando aquel docto galeno preguntó a la joven, cuyo aspecto no revelaba padecimiento alguno, cuál era el mal que le aquejaba, aquella chica le sorprendió diciéndole que ella venía a lo del chequeíto. Al principio el médico no entendió bien que era eso del chequeíto por lo que insistió inquiriendo si se sentía mal o había notado alguna alteración cardiaca. La joven lo negó sonriente dándole a entender que no siguiera por ese camino porque ella solo venía a por el chequeíto en cuestión. Ante el gesto extrañado del cardiólogo la muchacha pasó a explicarle que se había enterado de que era un médico eminente y famoso y que, como no costaba nada, venía a que le mandara un chequeo completo, o sea un chequeíto.

El pago de una cantidad simbólica en las consultas y en los hospitales conjuraría muchos abusos

Según me contó el propio médico, tardó en reaccionar unos segundos, transcurridos los cuales pidió a la chica que le acompañara a la puerta desde donde le rogó que observara la sala de espera atestada de pacientes. "Ve usted toda esa gente que guarda su turno" -la espetó el doctor- "son enfermos de corazón y algunos padecen dolencias que ponen en riesgo su vida". "Ellos" -continuó con tono más severo- "son los pacientes que podré ver hoy y a lo peor ni siquiera les puedo dedicar todo el tiempo que requieren". La joven le miró empezando a entender por dónde iban los tiros. "Para recibirla a usted" -finalizó el médico-, "alguien cuyo corazón puede dejar de latir tendrá que venir otro día". La muchacha agachó la cabeza y se marchó, aunque el doctor no acertó a determinar si lo hizo avergonzada o indignada por el rapapolvo.

Lo ocurrido en la consulta de aquel prestigioso cardiólogo es el exponente claro del uso y el abuso que actualmente se hace de la sanidad pública y de los males que comporta para el sistema semejante proceder. El caso de los inmigrantes puede resultar especialmente llamativo por la fascinación que les suscita el poder recibir atención integral sin coste alguno en una red sanitaria inimaginable en sus países de origen. Sin embargo, ellos no hacen más que mimetizar una cultura del "todo gratis" imperante en nuestro país y que además de provocar una mala utilización del sistema pone en peligro su viabilidad económica.

Hay mucha gente que tendría que ir al médico y se resiste hacerlo por no aguantar las esperas y trámites enojosos. Otros en cambio van por cualquier chorrada, para alimentar su hipocondría o para que alguien les escuche porque están solos o nadie les hace caso. De cómo nos excedemos en el uso de las urgencias hospitalarias podríamos escribir todo un tratado pero ninguno arrojaría cifras económicas tan disparatadas como las derivadas de la prescripción de medicamentos por el seguro social. Lo de ir al médico a por recetas suele incluir el hábito de solicitar más fármacos de los necesarios alimentando la autome-dicación y el "por si acaso". El paciente pide y pide, y los recetadores con tal de no discutir firman lo que sea. Hay miles de millones de euros del erario público invertidos en costear esos cajones de medicinas que hay en las casas, muchas de las cuales terminan caducando.

Está bien que el Gobierno trate de forzar a la industria farmacéutica para que adecue los envases a la duración de los tratamientos, pero el ahorro sería mayor si el médico recetara las dosis exactas. Un solo euro que hubiera que pagar por receta racionalizaría el consumo y adelgazaría enormemente la factura farmacéutica. De igual manera, el pago de una cantidad simbólica en las consultas externas y en los servicios hospitalarios conjuraría muchos abusos y garantizaría la sostenibilidad del sistema. Tenemos una sanidad pública envidiable que deberíamos blindar ante cualquier adversidad económica. Una crisis como la actual no aguanta lo del chequeíto.

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