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Columna
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¿Delenda est (la belga) Monarchia?

Si Bélgica no hubiera sido inventada habría que hacerlo. El liberal inglés Palmerston veía con malos ojos que una misma potencia, Holanda, que al término de las guerras napoleónicas, en 1815, había recibido como botín los Países Bajos del Sur, controlara los puertos de Ámsterdam y Amberes, y así se ingenió un furioso intercambio de denuestos a través de la divisoria entre calvinistas -neerlandeses- y católicos -flamencos y valones- que culminó con la independencia de Bélgica en 1830.

Hasta los años 60 del siglo pasado todo iba pasablemente bien. Un país pequeño, dividido por dos culturas, francófona y neerlandófona, apenas suturadas por la religión, lo que garantizaba una débil acción exterior; una revolución industrial que aún se estudia como modelo en muchas universidades; y una capital, Bruselas, de raíces medievales, densa historia y gran clase organizada en torno a esa fusión nuclear de lo europeo que es la Grande Place. Nada podía haber mejor como capital de Europa. Pero todo comenzó a torcerse cuando la parte 'francesa' perdió su hegemonía, primero económica y luego política. El campesinado flamenco, como los indígenas de otras latitudes, decidió, al tiempo que se modernizaba y tomaba menos en serio su catolicismo identitario, que ya tocaba mandar. Y el último episodio de ese 'regreso' ha sido la victoria de un partido separatista -la Alianza Nacional Flamenca- en las elecciones legislativas del domingo pasado.

Lo que verdaderamente preocuparía de una partición de Bélgica es el efecto contagio

El diario francófono de Bruselas Le Soir tituló a toda página cuando cayó en abril el último Gobierno que era producto de unas elecciones: "El día en que desapareció Bélgica". ¿Es eso cierto? Sí y quizá no. Pero desde variados puntos de vista Bélgica ya no existe.

Hay que conocer el país para valorar el grado de desconocimiento, lejanía e irritación que una cultura siente por la otra. En la centralita de un gran diario flamenco, en los alrededores de la capital, hay que pedir que te pongan con un número de Bruselas en inglés -aparte del neerlandés nativo- porque la operaria finge desconocer el francés, o lo desconoce, lo que sería aún más significativo. La prensa flamenca suele ignorar los hechos cotidianos de la otra parte del país y viceversa; dos pueblos a los que la reforma luterana partió no por la mitad sino por la mitad de la mitad, la parte neerlandófona común a lo que hoy son Holanda y Bélgica, dejando la dominación protestante el norte y una ultramayoría católica el Sur, no pueden hoy vivir en mayor indiferencia despectiva. Las únicas señas de identidad comunes son el Parlamento, la Seguridad Social y la monarquía. El que piense en Cataluña y el País Vasco necesita visitar urgentemente el oculista.

El proyecto del líder flamenco Bart de Wever se llama confederación, pero probablemente tan etérea como la austro-húngara y no como la bien soldada helvética, taparrabos institucional que haga realidad una independencia de facto que mantenga, al menos durante algún tiempo, la denominación de origen, Bélgica, cobijada bajo una monarquía concebida como unión personal o pasadizo entre dos pueblos; lo que algunos proponían para preservar el nombre de Yugoslavia en un Estado, sin embargo, despojado de competencias centrales, y que Serbia rechazó. A esa confederación, sin embargo, se debería llegar evolutivamente, y con entrañable cautela De Wever habla de "desbloquear" la situación del Estado, de federal a confederal, al tiempo que se saca al país de la sima económica en la que se debate el continente. Y aunque hoy no haya una mayoría que quiera la ruptura absoluta, el proyecto de confederación dentro de una UE que, idealmente, marchara hacia ese tipo laxo de estructura, resultaría mucho más asimilable por la opinión.

El problema de De Wever es Bruselas, capital de Europa, francófona pero enclavada en un territorio que habla neerlandés, y sin la que un Estado flamenco se sentiría amputado de si mismo. La partición de Bélgica no es necesariamente incompatible con un arreglo que preservara esa Bruselas como 'corpus separatum', europea a la vez que flamenca y de lengua francesa, pero lo que de verdad preocuparía -y no solo en España- es el efecto contagio. La partición de Checoslovaquia en 1993 fue un avatar menor de una parte de Europa que no sirve de precedente; la desaparición o incluso el vaciamiento de Bélgica, en cambio, equivale a reconocer que la historia puede escribirse de nuevo.

Inventar otra vez Bélgica va a ser complicado. Cercenado un poquito más lo que queda, aún podría servir varias décadas. Y Europa se lo agradecería.

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