Las flores rojas de Struthof
Ayer era un lunes como otro cualquiera hasta que Boris Pahor evocó las terribles flores rojas de Struthof. "Por la noche, en el campo, al salir del barracón forzado por la disentería veías lo que parecían flores rojas flotando en la oscuridad; eran las chispas que volaban del horno crematorio, funcionando incesantemente, siempre ardiendo". Oficialmente denominado Konzentrationslager Natzweiler, KZ-Na, Struthof fue el único campo de concentración nazi en Francia. Está unido a la memoria de la Ahnenerbe, la rama seudocientífica de las SS, pues fue en su cámara de gas donde el médico capitán de la organización August Hirt hizo asesinar a 130 personas cuyos cuerpos estaban destinados a convertirse en una colección de esqueletos que mostrarían a la posteridad las características de la exterminada raza judía. Es sólo uno de los horrores de Struthof. Pahor lo cuenta en su inolvidable y conmovedor libro Necrópolis (Anagrama). El escritor esloveno y superviviente de los campos -estuvo luego en Dachau y en Bergen-Belsen- recordó en el Instituto Italiano de Cultura de Barcelona otros espantos: cómo las cenizas y los detritus del KZ alsaciano iban a parar a un gran agujero al fondo del campo de donde los SS recogían la obscena mezcla para usarla como abono en sus jardincillos y huertos...
Pahor es un hombre pequeño y locuaz con el alma asomada a unos grandes ojos que parecen traspasarte. "Se pueden explicar los campos, pero es imposible entenderlos si no los has vivido: la humillación física y moral, el hambre". Tras la experiencia, otros prefirieron callar. Él continúa, contra viento y marea, rememorando, advirtiendo, denunciando. "Ha sido una gran desilusión. Pensamos que aquello sería una vacuna para la humanidad, pero la gente olvida. Lo que más temo es la indiferencia". Tras escucharle, como ocurre con Kertész, con Semprún, con Neus Català, la vida se hace distinta, los problemas menores, los anhelos de vida y de amor, más grandes.
Las flores rojas de Struthof nos recuerdan qué frágiles somos y qué indefensos, en esta ardua tierra, estamos.
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