"La Iglesia debe volver a la vanguardia"
La radical visión de Ignacio Vicens en la parroquia de Santa Mónica
Ni cruz en lo alto ni campanario. "En el siglo XV los campanarios tenían sentido, ¡pero hoy tenemos teléfonos móviles!". Ignacio Vicens habla como una escopeta ("soy mitinero", admite). Con 60 años -pantalón blanco y niqui rosa, a juego con el pañuelo de la chaqueta- tiene el entusiasmo de un principiante cuando charla sobre su iglesia de Rivas. Ha hecho muchas casas de ricos, decoró la catedral para la boda de los Príncipes y creó el palco para la visita del Papa; pero con esta parroquia de pueblo tiene un "rollo" especial. Los feligreses celebraron misa durante nueve años en un garaje, hasta que la poderosa familia Corsini les cedió un solar ("residual y difícil, ¡pero gratis!"). Aun así, Santa Mónica tardó años en construirse por problemas económicos y administrativos.
"El miedo forma parte, junto al odio y la ignorancia, de la 'tríada castrante"
"El Opus no es un ente... El catolicismo no puede ser un gueto de carcas"
Rivas, gobernado por Izquierda Unida "es un sitio muy especial", según Vicens: "El único pueblo con una oficina de apostasía". En la fachada hay un grafiti tan de otro tiempo como los campanarios: "La única iglesia que ilumina es la que arde".
Durante la obra, el arquitecto también tuvo que lidiar con el obispo. Vicens quería un altar central, pero "el cliente" deseaba algo más tradicional, con el cura delante. Y exigió un retablo. "Se me abrieron las carnes, es como pedirte un embajador ante el Imperio Otomano, una cosa muy antigua". "Pero el cliente manda, así que nos inventamos un retablo de luz", explica con sonrisa pillina. El resultado es la explosión de prismas que se ve desde fuera, el elemento más radical de este templo que fue premiado como la mejor iglesia de 2008 por Wallpaper ("una revista muy pija y muy de tendencias"). "Hacer arquitectura es como surfear", dice el arquitecto, "hay que coger las dificultades y usarlas para conquistar la ola".
Santa Mónica es una obra de autor que surge de las necesidades. No había dinero, así que Vicens fue liando a sus amigos. A los ricos, para que aflojasen, a los artistas, para que se sumasen al proyecto. Consiguió un mural de Manuel Ciría, un altar de Fernando Pagola, un Cristo de José Luis Sánchez; convenció a un filántropo para financiar la Virgen del joven videoartista Javier Viver. "Lo que me preocupa como católico y como arquitecto es devolver la Iglesia donde siempre ha estado: a la vanguardia de los movimientos artísticos", dice Vicens. Los templos más modernos se construyeron en la posguerra, argumenta, pero tras el Concilio Vaticano, "cuando llegó la oportunidad de revolucionar la arquitectura sacra, parte de la Iglesia se asustó".
El miedo forma parte, junto al odio y la ignorancia, de lo que llama la "tríada castrante". "Yo, con el miedo al que dirán, me fumo un puro", zanja. Ya lo digan los arquitectos, los obispos o el Opus Dei, del que es miembro: "El Opus no piensa, no es un ente, hay miembros que creen que estoy pirado, y otros que soy genial".
Con los dos párrocos tuvo mejor suerte: "Les interesa la arquitectura y son muy open minded". El adjetivo en inglés (abierto de miras) es una de las coletillas recurrentes del arquitecto. La otra es "carca", como en: "No podemos hacer del catolicismo un gueto de carcas".
Conocedor de la liturgia "a tope", usó el concilio como programa. "El templo es donde el pueblo de Dios celebra gozosamente los misterios de la redención", recita de memoria. "Es decir, un espacio comunitario y alegre, no un lugar siniestro".
Dentro de la iglesia, la luz cae "como una lluvia", prima el blanco y la diafanidad. El día a día, sin embargo, aporta detalles que rompen la estética: pósters pegados con celo para tributar a la Iglesia en la declaración de la renta, manteles con puntillas, dramáticos centros de flores o un cartel ("totalmente innecesario") que indica que el estiloso cubículo negro es un confesionario. Lo peor: una mesa de velitas y una Virgen barroca en la capilla del Santísimo. "Inaceptable", dice el arquitecto, y no solo porque no pegue ni con cola; se supone que en la sala del sagrario no debe haber imágenes. "Es que la piden las señoras...", se disculpa el sacristán, pero al arquitecto se le llevan los demonios con los designios de la "piedad popular".
A pesar de ella, el lugar es una potente experiencia arquitectónica. "Fue una iglesia muy barata, no tiene detalles, pero sí fuerza, lo importante es el espacio no los remates", dice Vicens, y muerto de risa señala su singular retablo de luz: "Es pan de oro sobre pladur, ¡qué maravilla!".
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