Los 'tories rojos'
El 4 de mayo de 1979 la puerta del número 10 de Downing Street se abrió de golpe a una mujer que ganó las elecciones para emprender una revolución. Imbuida por el arrojo metodista de las clases medias, Margaret Thatcher aporreó la albada dorada del poder con la contundencia de una pasión histórica. Conquistó su derecho a hacerlo en las urnas de un país en bancarrota, congestionado por la crisis y colapsado por una decadencia que parecía irreversible. Aquella mujer fue pronto bautizada como la Dama de Hierro. Inyectó medicina de caballo en la sangre de un país comatoso y lo hizo arrebatada por la furia puritana de quien no tenía más opción que esa. El cambio de registro ideológico que protagonizó fue tan radical que hizo que el conservadurismo británico fuese etiquetado por primera vez en la historia de las ideas como revolucionario. Con ella, un nuevo evangelio político fue puesto en circulación y una épica redentora picó espuelas en pos del fin de la historia.
Los conservadores se han reconciliado con una sociedad que les ubica de nuevo en el centrismo
La derrota del imperio soviético y la prosperidad lograda en los años 90 hicieron que la izquierda británica fuese arrollada por aquella marea ideológica. Hasta el punto de que el laborismo tuvo que mudar de piel y hacerse thatcherista gracias a alguien como Tony Blair, que asumió en 1997 la tesis de una Tercera Vía, que no era otra cosa que gestionar la herencia conservadora como si fuera una ecuación sin incógnitas que sumaba Estado mínimo con beligerancia heroica contra los enemigos de la libertad. Por cierto, esto último lo hizo tan fervientemente que, después del 11- S, no flaqueó lo más mínimo cuando adoptó la estrategia pugilística de los neocon.
Y 31 años después de aquella mítica victoria de Thatcher, el número 10 de Downing Street ha vuelto a abrirse a los conservadores. Esta vez no lo ha hecho de golpe. En realidad, el poder se ha entornado tranquilamente mientras se fraguaba un pacto histórico con los liberales que pone en marcha un escenario inédito en la política británica. No cabe duda de que David Cameron ha amortiguado los golpes de la aldaba del poder porque, después de estar cerrada su puerta durante 13 años, sus goznes estaban demasiado oxidados alrededor de una prosperidad en crisis, pero prosperidad al fin y al cabo.
Consciente de ello, y pertrechado con la rotunda tranquilidad de las maneras de Eton, Cameron ha hecho lo que le recomendaba el sentido común: llamar a la puerta con cuidado, sabiendo que su victoria no podía ser definitiva y que la sociedad británica ya no estaba para ser convertida agónicamente a ninguna verdad revolucionaria, y menos para volver a un Estado mínimo o a una épica imperial que, por otra parte, ha sido ya gravemente herida en Irak y Afganistán. Precisamente el sentido común es lo que hizo que los con-servadores ambicionaran la vuelta al poder ofreciendo un relato político distinto al que les dio la victoria tres décadas atrás. De hecho, en 1979 Reino Unido se jugaba su supervivencia en un marco homogéneo debido a la tensión bipolar y una crisis que se cebaba con un país que había perdido la fe en sí mismo. En cambio, en 2010 lo que estaba en cuestión es otra cosa bien distinta: la continuidad de su bienestar dentro de una sociedad tolerante, plural y compleja, donde el color de la piel se ha oscurecido y el mundo de las creencias se ha desestructurado y debilitado extraordinariamente.
Haber comprendido este cambio radical de perspectiva fue, hace ya cinco años, la primera victoria de Cameron, restaurando así el pragmatismo sensato de las elites crecidas al calor de las viejas rectorías anglicanas diseminadas por la campiña inglesa. La segunda vino después, cuando tuvo que articular las claves de un relato político más o menos coherente para una sociedad rota y necesitada de valores que restaurasen la idea de comunidad, aunque sin renunciar al apego individualista y al deseo de prosperidad material en la que se han instalado las clases medias surgidas en los años noventa.
Combinar esta dualidad es lo que ha llevado finalmente a Cameron a pasar la página ideológica del férreo thatcherismo. Una decisión política valiente porque ha sido capaz de reivindicar el temperamento templado del moderantismo y asumir eso que Phillip Blond, uno de sus intelectuales de cabecera, ha bautizado como el torismo rojo.
Con esta expresión tomada de la experiencia política canadiense, Cameron personifica un conservadurismo comunitarista que recela de los reduccionismos ideológicos surgidos de los discursos fuertes de la Modernidad. Un torismo que ha recuperado aquella tradición de Disraeli que asumía una política integradora que rechazaba no sólo los conflictos sociales de clase, sino la visión de un mundo interpretado dialécticamente, sobre una clave economicista y utilitaria que era muy del gusto de los ideólogos manchesterianos de la época.
Expelidos del poder después de que el nuevo laborismo doblara el brazo electoral a John Major en 1997, los tories vagaron durante ocho años por los márgenes de una estrategia de resistencia que hizo que se sucedieran sus líderes mientras sumaban derrotas. William Hague, Iain Duncan-Smith y Michael Howard trataron fallidamente de enderezar las cosas resucitando el discurso que los tories emplearon en los años ochenta.
Atrapados por el bucle nostálgico del pasado, sin rumbo y sin capacidad de interlocución con una sociedad que no se reconocía en ellos, los conservadores se cerraron sus opciones con un discurso cada vez más derechista que, afortunadamente, no rebasó los límites de lo razonable porque los británicos dejarían de ser ellos mismos si renunciaran a la templanza de carácter y al sentido común.
Ambas cosas salvaron a los tories, a lo que se añadió que el 6 de diciembre de 2005 David Cameron fue elegido líder del partido conservador venciendo a David Davis, que encarnaba el ala de un torismo recalcitrante que no dudó en acusar al vencedor de traicionar los principios del partido porque se había atrevido a acuñar el lema de "Cambiar para ganar".
Gracias a este esfuerzo por cambiar de forma sosegada pero autocrítica, los tories fueron capaces de reconciliarse con una sociedad que les ubicó finalmente en el espacio de una centralidad de la que fueron desplazados por un laborismo que renunció a la izquierda consciente de que la sociedad británica había cambiado a partir de los años noventa.
Aquella decisión no fue fácil. Primero supuso convencer a las bases tories de que había que abandonar la seguridad de un soporte fuertemente ideologizado que, sin embargo, sólo proporcionaba derrotas. Y después, dar un paso más y apostar por una política que reivindicara el estilo de las ideas frente a la ideología, algo por cierto muy tory desde que Bolingbroke y Burke comprendieron que las ideas, si no se renuevan pueden enfermar y corromperse, transformándose en patologías sectarias de la mente y del carácter.
Ganados los pulsos internos y externos a los que fue sometido, Cameron fue escribiendo un nuevo relato conservador que, tras reconocer los méritos del thatcherismo, nunca ocultó tampoco que lideraba un partido que había aprendido críticamente de sus excesos.
De ahí su falta de radicalismo ideológico y su renuncia a las facciones partidistas, defendiendo una lealtad institucional a la nación basada en la responsabilidad como soporte de los valores que necesita una sociedad que ha de superar las trincheras maniqueas si quiere rescatarse a sí misma y vencer el apego insensible a la opulencia y a la falta de ejemplaridad que ha puesto en peligro el bienestar de todos.
Aquí, probablemente descansa la clave de la victoria cosechada por Cameron: en retomar el consejo de Disraeli de que el "partido conservador debía ser siempre el partido del cambio" y afrontar que, mientras se entornaba la puerta del 10 de Downing Street en compañía de los liberales de Clegg, su rostro siguiese imperturbable al escuchar las salvas de ordenanza por el entierro del thatcherismo.
José María Lassalle es secretario de Cultura del PP y diputado por Cantabria.
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