Lo castizo puede ser moderno
El arquitecto Carlos Arroyo trae al siglo XXI el revoco a la madrileña
El revoco a la madrileña es ese acabado de tantos edificios del centro en el que la fachada, cubierta por un mortero de cal, está dibujada para que parezca que está hecha de bloques de piedra. "Es un invento barroco; un trampantojo que simula riqueza para construir palacios con ladrillo sin que se note", explica el arquitecto Carlos Arroyo. En Tribunal hay muchas fachadas así (por ejemplo, la del antiguo Hospicio de Madrid, del XVIII). Una de ellas usa los materiales tradicionales y finge el relieve de sillares, pero no se parece en nada a las demás. Es la casa de Arroyo, quien, obligado por la legislación a usar este revestimiento histórico, se ha sacado de la manga un revoco del siglo XXI.
La Ordenanza de Rehabilitación Urbana, "a la que se llama 'la oruga", obliga a usar revoco para mantener el ambiente histórico del centro. "Aunque ya en XIX hubo un movimiento de sinceridad constructiva que lo consideraba una horterada y volvía al ladrillo visto (más antiguo), alguien ha decidido que el revoco da más el pego", dice Arroyo.
"La oruga te pide que hagas una falsificación con ánimo de lucro: revalorizar el centro", ironiza el arquitecto. Como él es "muy obediente" se plegó a la normativa, pero le echó sinceridad e ingenio: las líneas que dibujan sus falsos sillares son en realidad huecos (por dentro es una celosía) y como los paneles son móviles, toda la fachada se abre como una cortina. "Lo bueno de la ordenanza es que, si te lo curras, puedes hacer algo que no te obliga a mentir. El problema es la gente es muy vaga y prefiere falsificar en vez de currarse algo contemporáneo".
Su fachada, divertida y colorista, actualiza la vivienda tradicional madrileña. El edificio original, de finales del XIX, formaba parte del convento anexo hasta que las monjas lo subastaron en 1931. Ganaron la puja los Duques de San Carlos, Santo Mauro y Marqueses de Santa Cruz, que cedieron parte del bajo a las religiosas (sigue siendo suyo) y alquilaron el resto a unos pasteleros que vivieron sobre el horno y la tienda hasta que Arroyo compró el edificio en 2004. Desde entonces es su "laboratorio de ideas".
"Como es mi casa, me meto en más líos de los que nunca metería a un cliente", dice Arroyo. Un paseo por el interior lo confirma. El arquitecto ha añadido dos pisos que cuelgan de la propia casa, la estructura de hierro está a la vista, así como los tirantes que sujetan el invento. Hay mucho bricolaje, las paredes son paneles de conglomerado y se está tejiendo con cuerdas la barandilla de la escalera. En algunas partes se ve el ladrillo y las vigas originales. También quiso conservar las puertas de madera, pero se le adelantaron unos okupas. "Yo les respeto, pensarían que estaba abandonada...". Al final los desalojó la policía "pero ya habían quemado las puertas para calentarse", se lamenta el arquitecto.
Arroyo reivindica la arquitectura castiza, "tan rica en balcones, porches, zaguanes...". Ha coronado su edificio con una "puntilla", cortada con láser por ordenador, pero sacada de un patrón de encaje de bolillos. Defiende una arquitectura flexible, donde lo importante es la gente. "Lo moderno es el software", dice. Lo que pasa en los espacios, no los espacios; las acciones en vez de los volúmenes", concluye.
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