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Columna
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Los cenotafios

Era rigurosamente cierto; en el Madrid de los 40 a los 60, a media tarde, dabas una conferencia o te la daban, según manida expresión. Hervía el deseo de relacionarse, quizás por haber andado a tiros, con el hastío que comporta, porque menudeaban los homenajes, las comidas y cenas, sobre todo cenas, que se propinaban unos a otros con el menor pretexto: un premio literario, el éxito en unas oposiciones, el cumpleaños redondo, la llegada a un puesto importante, la promoción en el extranjero o el regreso de algún antiguo conocido que tanteaba el terreno desde el destierro; la exposición de pintura, criticada con la boca pequeña, o el estreno teatral donde la mayoría del aforo era gratuito.

Estaba mal visto convivir con los padres al llegar a la mayoría de edad. Para eso estaba el alquiler

Yo iba a la mayoría donde me convocaban, sacando el importe de donde fuera, porque aquellos ágapes solían ser a escote. Indispensable tener un traje oscuro o de vestir, incluso el esmoquin, alquilado si no se tenía propio. Se guardaban las formas quizás porque había pocas cosas que conservar y aunque el sombrero iba, literalmente, de ala caída, la corbata resistió alrededor de los cuellos masculinos con tozudez. Las mujeres -que también iban a estas francachelas gastronómicas- se esmeraban en el atuendo, si el acto se producía por la noche y el lugar no era una tasca.

Siempre abrigué la esperanza de que, por asistir a casi todas reuniones sociales, algún día me darían ese banquete que, secretamente, deseaba, igual que vamos a los funerales con la esperanza de que acudan al nuestro, como si eso importara. Los sucesos memorables solían tener lugar en los hoteles Palace o Ritz, o en Lhardy. De ahí se bajaba a restaurantes populares como el Arrumbambaya, la Taberna del Anarquista, en la calle del Cardenal Cisneros, La Fuencisla, Doña María junto al mercado de la pesca o el creciente número de locales que menudeaban. El madrileño, de antes y de entonces, raramente franqueaba su domicilio a los extraños, quizás por modestia, los niños llorones, la mujer malhumorada, los fogones mal guarnecidos. Entre colegas de cualquier actividad comenzaba a instalarse la ceremonia de las cenas de los sábados, luego pasada al viernes, donde las mismas personas que convivían en el trabajo se encontraban puntualmente para seguir hablando de lo mismo en horario extravagante, después de las 11 de la noche.

La independencia era la obsesión de la gente joven, pues entonces estaba mal visto convivir con los padres al llegar a la mayoría de edad. Para eso estaba el alquiler. Comenzaba a reconstruirse la ciudad y a construirse nuevos distritos y se prolongaba la figura del rentista, poseedor de varias fincas. Creo que es un sistema mejor pues hay que suponer que la gente joven, emparejada o no, tiene una vida cambiante que le irá dictando la necesidad de ocupar viviendas de mayor o menor espacio. No sólo eran tradicionales las familias numerosas, sino que se fomentaba su proliferación, para rellenar el vacío de las generaciones arrebatadas por la guerra, la emigración y el exilio. La pareja comenzaba con un pisito de dos habitaciones y conforme llegaban los hijos cambiaban de hogar. Se mantuvo el uso del comedor y las comidas reunían a la familia, hoy dispersa y aislada por los televisores.

En aquellos tiempos se quiso proteger la posibilidad del hogar donde guarecerse y congelaron los alquileres, algo que perjudicó a los arrendadores y, como un parche tramposo, alumbró la tasa del IBI. Madrid estaba salpicado de albaranes y la gente se mudaba con frecuencia, siguiendo el ritmo, la fortuna o la precariedad de las circunstancias. El café seguía siendo el escenario de la vida de relación y en el más frecuentado se dejaban y recibían recados, mensajes, ofertas o solicitudes. Alcancé los viejos cafés que sobrevivieron a la Guerra Civil en Madrid y que tachonaban la calle de Alcalá, Gran Vía y algunos barrios en la frontera de Chamberí y Centro. Aún sobrevivía el personaje que pastoreaba la tertulia y daba su nombre a las reuniones diarias de quienes intercambiaban ideas, sonetos, maledicencias o afectos. Los poetas de provincias acudían al Café Gijón antes de ir al Museo del Prado, con cartas de presentación o recado de los chamanes provincianos. Lo mismo sucedía en otras actividades profesionales o comerciales.

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