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Columna
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Nunca fui a ese colegio

Vicente Molina Foix

No es insano que los colegios salgan en la prensa, aunque sea por motivos de atuendo y costumbres. Es uno de los adelantos del progreso, gracias al cual -también hay retrocesos- se pone de manifiesto la tensión derivada de un gesto o una afirmación religiosa que nos parece mal (o bien). Cuando yo iba al colegio nadie se metía con esas cosas, porque esas cosas se metían en la cabeza de los niños (a veces también en otras partes) indiscutiblemente, por no decir autoritariamente. Yo mismo, y lo digo con cierto rubor, acudí un trimestre entero a clase llevando debajo del pantalón un objeto metálico que años después vi fotografiado en un catálogo para amantes de la disciplina inglesa. Era un cilicio, y me había sido recomendado, o tal vez prescrito, por mi padre espiritual jesuita, supongo que en virtud de algún mal pensamiento más pecaminoso de lo normal que le había yo expuesto en la confesión. El cilicio, hoy excluido creo del rito católico, se componía de una corona de púas entrelazadas que, al apretarlas sobre la pierna o cualquier otro lugar de tu cuerpo con el cordel que unía sus extremos, producían un dolor intenso sin derramamiento de sangre. Cumplí la penitencia, o eso espero, y dejé de usar el cilicio, que perdí en una mudanza; ahora me cuentan que por un buen cilicio vintage años cincuenta se pagan en los foros especializados hasta 1.000 euros. Las imitaciones de sex shop están más baratas.

Los colegios mayores han salido a la palestra no por conexiones poéticas sino por asuntos más prosaicos

Pero no sólo ha llegado a la prensa la primaria. Últimamente también se ha puesto en la picota la institución de los colegios mayores, abundantes en Madrid (no sólo en el perímetro de la Ciudad Universitaria) y sobre los que se debate por cuestiones de dinero y de género sexual, dos motivos de rabiosa actualidad. Cuando dejé en Alicante el colegio y el cilicio, viniendo a Madrid a estudiar la carrera, yo estaba imbuido de la mística laica de esas residencias universitarias, en las que deseaba fervientemente entrar; mi hermano había estado varios años de residente en uno de los situados en la avenida de Séneca, y otro querido amigo algo mayor que yo, el periodista y hombre de radio Miguel Payo de Anta, contaba anécdotas muy sabrosas de su paso por el Diego de Covarrubias. Mis padres prefirieron para mí una pensión, ni siquiera galdosiana, en la calle de Guzmán el Bueno, y a los colegios mayores me he tenido que contentar con ir de vez en cuando a dar una charla o asistir a un recital de poesía.

En Madrid el colegio mayor tiene además una estirpe muy literaria, lo que aún acrecienta más mi irreparable nostalgia. Vicente Aleixandre vivió toda su vida rodeado de colegios mayores de la zona del Parque Metropolitano, y, sabiendo de su buena disposición a recibir y departir con los jóvenes, los más letraheridos llamaban al timbre de Velintonia, 3, hoy mudo, y tenían acceso al interior de una casa que nunca fue un santuario. Jaime Gil de Biedma ha dejado en una carta de 1952 a Carlos Barral un relato estupendo de su primera visita al "tío por parte de padre de todos los poetas, pasados, presentes y futuros", describiendo con cariñoso humor la paz de Velintonia ("huele a rosa diaria"), el consuetudinario atuendo de Aleixandre, pantalón de franela y rebeca gris, y los retratos presidenciales del salón, Baudelaire y Rimbaud, tan en discordancia -nada casual- con el aparente interior burgués. Del autor de Espadas como labios, el "Vicente Délfico", dice entonces Gil de Biedma, antes de someterlo, como haría más tarde, a su sarcasmo sistemático, que es "el hombre de mayor sensibilidad poética que jamás he conocido".

Un año y medio después de esa primera entrada en Velintonia, Jaime Gil reside ("¿Vivo quizá?", le escribe a Barral), mientras prepara las oposiciones a la Escuela Diplomática, en el colegio mayor César Carlos, situado en la avenida del Valle, a tres calles de la casa de Aleixandre, de la que fue asiduo visitante. Gil de Biedma no entró en el cuerpo diplomático, seguramente, según apunta Andreu Jaume en su excelente edición de la correspondencia recién publicada en Lumen, por haber contestado en el primer ejercicio de cultura general que su ciudad preferida del mundo era Arévalo.

Los colegios mayores madrileños han salido a la palestra no por estas conexiones poéticas sino por asuntos más prosaicos. La Complutense busca socios patrocinadores (ahora que la figura del sponsor penetra en todas las capas de la cultura) para llegar a una especie de semi-privatización, y por otra parte, la parte del estudiantado, hay malestar respecto a la idea del rector Carlos Berzosa de hacer que tres de los seis colegios dependientes de la Universidad se hagan mixtos. Los argumentos contrarios a esa mixtificación de chicos y chicas -que en sitios tan venerables como Oxford y Cambridge, donde se ha establecido, no parece haber causado ni gran tensión ni estupro masivo- suenan pueriles. O rancios. Veremos en qué queda la disputa. Yo mientras tanto seguiré pensando que esos colegios eran un paraíso a cuya sombra nunca pude ponerme.

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