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Columna
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Más bicicletas

Conocí la plaza de Tiananmen poseída por un enjambre de bicicletas. "Nunca menos de cuatro o cinco mil a cualquier hora del día", me dijeron entonces. Fue poco antes de que aquel manifestante pasara a la historia encarándose a uno de los tanques que reprimía las protestas en la plaza más grande del mundo. En aquellos tiempos Pekín se movía a pedales y a los occidentales, tan preocupados por el tráfico en las ciudades, lo de las bicis nos parecía envidiable.

Allí el coche ha pasado de ser una rara avis reservada para emergencias y comitivas oficiales a provocar colapsos circulatorios. Las bicicletas han ido perdiendo terreno y llevan camino de convertirse en un medio de transporte casi marginal. China tenía hambre de coche y su piel asfáltica lo ha supeditado todo a ese gran símbolo del desarrollismo en el que está embarcada. Justo a la inversa que en la mayoría de urbes europeas, donde tratan de fomentar la bicicleta como una alternativa limpia y saludable de movilidad. Algunas pequeñas ciudades lo han logrado, sobre todo aquellas donde los desplazamientos cotidianos pueden resolverse con 10 o 15 minutos de pedaleo.

Ni los automovilistas suelen ofrecer recitales de paciencia ni los ciclistas de respeto a la norma

Por la experiencia de otros países podemos definir que el tamaño de Ámsterdam o el de Copenhague marcan el límite de lo que viene a ser manejable sobre el sillín de una bici y donde puede tener un mayor protagonismo en el transporte urbano. Las grandes como Madrid son otro cantar. Aquí no estamos en condiciones orográficas ni climáticas de aspirar a que este entrañable vehículo de tracción humana pase de resolver los traslados de una parte siquiera testimonial de la población. No, y mucho menos sin abordar la ejecución de infraestructuras que comprometan el conjunto del tráfico en superficie que, nos guste o no, mueve ahora a cientos de miles de personas en nuestra capital.

Así que está por ver qué consecuencias tendrán sobre la circulación las normas que propone la nueva ordenanza de movilidad del Ayuntamiento de Madrid. Algunas son tan discutibles como la que obligará a los ciclistas a ir por el centro del carril y a los conductores que transiten tras ellos a no superar los 30 kilómetros por hora.

Mucho me temo que esa circunstancia va a provocar algún que otro tapón y más de una situación tensa, porque convierte al ciclista en el amo del carril. La propia ordenanza parece preverlo al tratar de impedir que achuchen al de la bici exigiendo una distancia mínima de seguridad de cinco metros. Y es que la gran novedad de esta norma es que, lejos de segregar a las bicicletas en carriles específicos (cuya red, aunque vaya en aumento, siempre será limitada), pretende ensayar la integración con el tráfico motorizado. Con esa misma filosofía establecerán las llamadas calles ciclables, que conformarán recorridos completos a los ciclistas.

No hay duda de que el gobierno municipal de Madrid se ha currado lo de la bici para darle una salida. Un esfuerzo de imaginación normativa que puede acabar en un tremendo fiasco de no ir acompañado de grandes dosis de civismo y educación. Virtudes de las que, a decir verdad, no andamos muy sobrados en nuestra ciudad. Ni los automovilistas suelen ofrecer muchos recitales de paciencia ni los ciclistas de respeto a la norma.

El rodar por las aceras, a costa de la integridad física de los peatones, se ha convertido en los últimos años en un hábito generalizado que siempre queda impune. Por fortuna, la nueva ordenanza de movilidad deja bien claro que no podrán hacerlo y establece multas para quienes lo hagan. La excepción serán algunas zonas peatonales como Montera, donde podrán rodar despacio, y siempre a más de un metro del peatón, o llevar la bici a pie. Son las buenas intenciones de una normativa que será puesta a prueba por la tozuda realidad. Más allá del ocio y el divertimiento la cultura ciclista en Madrid es ciertamente escasa. Por algo hay que empezar.

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