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SILLÓN DE OREJAS
Columna
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Alicia, o el triunfo del imperialismo

Manuel Rodríguez Rivero

En la celebrada versión cinematográfica de Tim Burton, Alicia empieza siendo (igual que Gustavo el genial personaje de Max; véase la reedición de sus Aventuras en La Cúpula) una muchacha un poco somiatruites ("sueña tortillas", es decir, nefelibata, fantasiosa), pero termina convertida en un alevín del imperialismo. Tras apiolar en el inframundo al monstruo Galimatazo (en inglés: Jabberwocky), recuperar su estatura, regresar al mundo "real" y renunciar al matrimonio que le propone un muchacho estúpido, Alicia pacta con su no-suegro (el padre del estúpido) la apertura de nuevas rutas comerciales con Oriente. Como les ha sucedido a todos los héroes (y heroínas) literarios, desde Gilgamesh hasta Lisbeth Salander, la aventura propicia la transformación interior. Quizás en todo imperialista también dormite un adolescente panoli, superado luego por un personaje aventurero y audaz que busca abrir mercados, ganar muchísimo dinero y, más tarde, dar salida a los excedentes mediante nuevas inversiones y financiando gastos militares que le permitan mantener su negocio y su dominación también por las malas, resolviendo así el problema del llamado estancamiento secular (secular stagnation) provocado por el descenso de la tasa de ganancia que predecía el viejo Marx. De todo eso hablaba, hace casi cincuenta años, El capital monopolista (1966), un libro casi olvidado que publicó Siglo XXI y que, a pesar de su importancia y actualidad, hoy se encuentra descatalogado. Sus autores fueron Paul Sweezy (1910-2004) y Paul Baran (1910-1964), dos marxistas norteamericanos de quienes este año se celebran los respectivos centenarios. El subtítulo original, An essay on the American Economic and Social Order, apuntaba a lo que entonces despuntaba: el dominio global de las megacorporaciones norteamericanas. Y es que en la época en que el estadounidense Sweezy (fundador en 1949 de la Monthly Review) y el ruso Baran (que había trabajado con J. K. Galbraith) se asociaron para escribir su muy polémico estudio en Estados Unidos se consolidaba el complejo militar-industrial que acabaría llevándose el gato unipolar al agua. Hay que reconocer, además, que como escenario literario Estados Unidos no se parecía nada a aquel país de las maravillas de Alicia, en el que sus moradores vivían "soñando mientras los días pasan, soñando mientras los veranos mueren". En cuanto a la iconografía de la peli de Disney-Tim Burton, reconozco que es graciosilla, pero les cambio todos sus espectaculares cromos dinámicos en tres dimensiones por los mucho más imaginativos y surrealistas cartoons que el inmortal John Tenniel dibujó para la obra maestra de Lewis Carroll.

Ahorro

En este país "cuyos habitantes no logran ponerse de acuerdo acerca de cuántas naciones son" (T. Garton Ash) y en el que las manifestaciones más agresivas de la lucha de clases (aquel motor de la historia que funcionó hasta que Reagan decretó su obsolescencia globalizada) parecen haberse reducido a los desplantes televisivos de doña Belén Esteban (la otra "princesa del pueblo"), las decisiones políticas suelen adolecer de un peculiar toque expresionista y estrafalario que, de tan reiterado, no deja de provocar cierta irritada ternura, si se me permite el oxímoron. Ahí tienen, sin ir más lejos, los ahorros del chocolate del loro decretados por el Gobierno como parte del plan de austeridad que nos va a sacar del pozo de la crisis (o sima griega y persilesca, si se da crédito al catastrofismo de la derecha aznarita del cuanto-peor-mejor). Entre todos los ahorros anunciados, el que más me preocupa es el que afecta a la Biblioteca Nacional, cuya degradación en el ranking institucional la retrotrae a la época anterior a 1991, antes de que, tras ser declarada organismo autónomo, sus sucesivos responsables (Carmen Lacambra, Carlos Ortega, Luis Alberto de Cuenca, Jon Juaristi, Luis Racionero, Rosa Regàs y Milagros del Corral) alcanzaran el rango de directores generales. Lo de la degradación no es sólo una cuestión de merma de estatus, prebenda ilustrísima y coche oficial: en su nuevo avatar la BNE (a la que doña Milagros y su equipo han dejado bien anclada en el siglo XXI) podría perder parte de la capacidad de dirigir y focalizar sus propias políticas, haciéndose probablemente más vulnerable a contingencias ministeriales, caprichos funcionariales y tejemanejes políticos. De hecho, la figura que podría emerger reforzada tras la (obligada) defenestración de la muy eficaz y dialogante Milagros del Corral es la del director general del Libro, Archivos y Bibliotecas, hoy personificada en el "intocable" leonés Rogelio Blanco (Dios mío, otra vez me la estoy ganando: el año que viene volverán a borrarme de las listas), cuyas primeras declaraciones al respecto han sido, sintomáticamente, para asegurar que aquí no pasa nada y que todo, todito, seguirá igual que antes. Lo peor de todo este desgraciado asunto que se resuelve con la BNE viajando administrativamente dos décadas hacia el pasado es la impresión dada por los políticos de que, entre las (casi) infinitas direcciones generales del Estado, una de las más prescindibles era la de nuestra primera biblioteca, fundada por Felipe V pronto hará 3 siglos, y hoy depositaria de más de 27 millones de piezas. Estoy seguro de que a alguno se le pasaría por la cabeza que, con buena parte de sus competencias transferidas, quizás la dirección general que habría que suprimir era, precisamente, la del Libro. En ese supuesto, el ahorro podría haberse conseguido repartiendo las competencias estatales sobrantes entre Bellas Artes e Industrias Culturales, que es la dirección que debería estar más anclada en el siglo XXI. Pero, claro, eso hubiera sido dejar sin cargo al señor Blanco (firme en su despacho desde 2004, mientras pasaban los ministros que allí se lo encontraban), algo tan impensable como que un camello (¿o era un rico?) entre por el ojo de una aguja.

Santos

Tras la obsesiva peripecia del empresario Julio Andrada en Oscura monótona sangre, la novela del argentino Sergio Olguín que ganó (y con motivo) el último Premio Tusquets Editores de Novela, me sumerjo en la lectura de otras vidas más edificantes (aunque no necesariamente). Trotta, una editorial que se crece a cada colección que inventa, acaba de lanzar una serie de vidas de santos en la que la erudición de prologuistas y preparadores coloca en su contexto relatos originales cuya materia es una mezcla originalísima de historia, mitos (a menudo influidos por los clásicos), leyendas populares, hechos maravillosos y color local y de época. De entre los volúmenes publicados he leído parcialmente la Vida de San Benito y otras historias de santos y demonios, de Gregorio Magno (edición de Pedro Juan Galán), tal como fueron expuestas en forma dialogada por el autor y un tal diácono Pedro. Lo real-maravilloso presentado con intención didáctica y brío narrativo. Si les gustan las historias fantásticas enraizadas en la crónica de costumbres, no se pierdan los títulos de esta magnífica colección.

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