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Columna
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Jesucristo y el Barça

Con una osadía digna del clero -y Osadía clerical es el título de un magnífico artículo publicado por Fernando Savater en EL PAÍS allá por 1980, o sea, a los 81 años de la fundación del Barça-, con una osadía vaticana, digo, Emilio R. Barrachina ha estrenado su higiénica película El Discípulo. Esta cinta, asesorada por el catedrático de griego neotestamentario Antonio Piñero, basa su argumento en la novela histórica El Discípulo, de Barrachina, que ha publicado Ediciones B. Y digo, con ironía, que su osadía es vaticana porque está cantado que, en nuestro aconfesional Reino de España y, por tanto, insuficientemente laico, la película El Discípulo está llamada a levantar ampollas de peregrino que, partiendo de la Puerta del Sol, donde no puede sentarse porque no hay bancos, anda descalzo 40 kilómetros hasta desembocar, con las plantas de los pies chorreando sangre de Cristo, en la ermita de Remedios de Colmenar Viejo.

Todos sabemos por experiencia propia que la imaginación es insaciable en sus delirios

Juan Orellana, director del Departamento de Cine de la Conferencia Episcopal Española, ya ha escrito que el objetivo de la película es negar la divinidad de Jesucristo, su concepción virginal, su resurrección, su celibato y su relación personal con Dios. Por negar El Discípulo todo esto que dice Juan Orellana, sea bienvenida esta película porque elimina delirios del voltaje más calenturiento sobre los que la Iglesia católica ha montado su credo y sus dogmas. Este credo y estos dogmas, fundamentados en las más aberrantes mentiras y en la manipulación de textos literarios que, para aterrorizar al público, se denominan sagrados, son la ideología sobre la que la Iglesia católica ha montado uno de los patrimonios más descomunales de este mundo y de cualquier mundo imaginable. Viajemos a cualquier galaxia y comprobaremos cómo sus habitantes ensalzan el monto del patrimonio de la catedral de la Almudena, de la iglesia del convento de capuchinos donde los madrileños veneran al Cristo de Medinaceli, o de la Iglesia de San Jerónimo el Real, popularmente conocida como Los Jerónimos. En este convento, Felipe II se refugiaba en cuaresma o cuando se le moría un pariente. Por cierto, de haber vivido Felipe II unas temporadas en aquel convento, donde disponía de una estancia no suficientemente amplia para su dignidad, nació el deseo regio, luego ejecutado, de fundar y construir el Palacio del Retiro.

Leí, en su día, con fruición Jesús, ese gran desconocido, de Juan Arias, publicado por Ediciones Maeva en 1991, y me quedó claro que de este personaje no sabemos, con seguridad, prácticamente nada. Por tanto, Emilio R. Barrachina, dejando de lado para su próxima reencarnación el tema de la divinidad de Jesucristo, su concepción virginal, su resurrección y las restantes zarandajas adheridas a los personajes divinos de las más variadas mitologías, entre las que hay que incluir la mitología cristiana, ha fantaseado legítimamente sobre tan singular personaje. Hay que comprender que a un católico le indigne que, por ejemplo, san José muera pasado a cuchillo por un romano cuando este hecho no se menciona en los evangelios. Pero a mí, como espectador de la película, que busca entretenimiento y no un calco sumiso de los evangelios, la escena de la muerte de san José me pareció original. También el personaje de la Virgen, bordado por Marisa Berenson, me encantó. La Virgen, en El Discípulo, es una mujer que, como la mayoría de las mujeres, pisa tierra y ve los delirios de su marido, san José, y de su hijo, Jesús, como lo que son: delirios que al primero, el marido, lo han llevado a la tumba en una revuelta callejera y al segundo, al hijo, también hiperinspirado por el Antiguo Testamento, lo va a llevar también por el peor camino, el de la crucifixión en el Gólgota.

El Jesús que vemos en El Discípulo es como un chico obcecado de la kale borroka de Bilbao o Donosti con muy mal pronóstico médico. Los chicos de la kale borroka suelen terminar, con el tiempo, diseminados por las prisiones del Reino de España y Jesús, un muchacho también muy aficionado a las revueltas callejeras, ya sabemos que también acabó en prisión y luego fue ejecutado. A la gente con descontrolada imaginación le gusta creer que Jesucristo resucitó de entre los muertos. Todos sabemos por experiencia propia que la imaginación es insaciable en sus delirios. Por eso comprendemos, sin asentir con ellos, a los cristianos que creen que Jesucristo resucitó de entre los muertos.

También en Cataluña creían ciegamente en la resurrección del Barça que, el miércoles pasado, iba a eliminar al Inter de Mouriño tras su derrota en Milán por 3-1. Esta justa eliminación del Barça, que también es divino, debería llevar a la Conferencia Episcopal Española a perder la fe en la resurrección de Jesucristo.

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