Solidaridad viajera

Érase un viaje de siete días. En las noticias, un lejanísimo volcán islandés. El azar quiso que estuviera en Dublín al tiempo que cerraban los aeropuertos. Inicié mi periplo embarcando en un portacontenedores rumbo a Liverpool. La tripulación, encantada de que les sacara de su rutina, con una cámara de fotos y preguntas sobre su cuaderno de bitácora. Una vida dura, pese a la visión de albatros, delfines y amaneceres. Comprobé la importancia que tienen las cosas pequeñas que nos recuerdan aquello que tanto amamos, manías que hacen la espera llevadera hasta llegar a buen puerto.

Rumbo a Bilbao encontré estaciones de tren repletas, familias buscando cobijo hasta encontrar la forma de restar kilómetros, viajeros preguntando cuál era tu destino. La temática imperante, la historia del pasajero de enfrente. Improvisados intérpretes solventaban las barreras del idioma. En los descansillos te cedían el asiento. Sobre la parrilla de maletas, un ávido lector con gesto de deleite. El hombre impone un orden al que la naturaleza no tiene por qué responder. La nube de cenizas nos ha regalado el sentido de la solidaridad, la necesidad humana de establecer vínculos con quienes corren tu misma suerte. Y las ganas de disfrutar del viaje, conscientes de nuestra insignificancia. El planeta está repleto de lugares mágicos que podemos admirar a través de la ventanilla.

Anoche llegué a casa y estaba agotada pero feliz. En mis retinas, un mundo hermoso. En mi cabeza rememoro las palabras de extraños que me arrancaron una sonrisa mirándome a los ojos, cuando me dolía todo por arrastrar la maleta. Y el alma colmada de las emociones de un viaje que nunca podré olvidar.