El maratón infinito
Tengo un amigo que se levanta a las seis de la mañana para correr. Aún de noche y con escarcha sale en invierno a trotar por la Casa de Campo, donde sólo escucha el batir de sus zapatillas y la proposición desganada de alguna prostituta. Lo hace varias veces por semana. Luego regresa a casa, se pega una ducha y llega a tiempo al trabajo, donde me cuenta su madrugada de pinares y pulsaciones, de superación y sudor transcurrida mientras yo sólo dormía.
Mi amigo se ha estado preparando para el maratón de anteayer. Yo siempre había concebido esta prueba como un reto para verdaderos atletas o una excusa para domingueros sobremotivados, quienes correrían 20 minutos y luego se irían de tapas con el dorsal puesto. Sin embargo, en los últimos años, encuentro a mi alrededor a mucha gente que, aun sin pretensión de ganar, se toma muy en serio esta carrera para la que se ejercita durante meses, controlando sus tiempos en entrenamientos programados, vigilando su peso y la tonificación muscular.
La carrera es sólo la culminación a una ambición largamente gestada
En realidad, la mayoría no compite contra el rival, sino contra sí mismo
A partir de los 35 años empezamos una carrera contra nosotros mismos. Hasta esa edad la vida nos propulsa, las ambiciones, los deseos, la esperanza actúan de anabolizante sobre el cuerpo que, simplemente, se desliza sin esfuerzo por los días, llevándonos sin problema donde queramos, respondiendo a nuestra voluntad con la diligencia y la suavidad de un gran sedán. Sin embargo, el viento ya no está de cara. Ahora somos nosotros el obstáculo. La pereza, la abulia y el conformismo encarnados en un cuerpo oxidado nos acaban postrando en el sofá de la vida. Hay quienes aceptan que cerca de los cuarenta cambian las recompensas, que hay que encontrar los estímulos en los hijos, en la estabilidad laboral, en Canal+ Liga... Y luego están esos otros que se siguen persiguiendo a sí mismos. Corriendo.
Cuando los deportes de equipo son ya incompatibles con un físico para pocas exigencias y con un grupo de amigos constreñido por los compromisos laborales y familiares, hay que buscar ejercicios en solitario. Incluso jugar al pádel requiere de otros tres compañeros con la misma sincronización horaria. Así que las dos soluciones deportivas más comunes y sencillas son la natación y el footing.
Ahora, con el buen tiempo y la operación bikini en marcha, Madrid se puebla de corredores puntuales con indumentarias de marca y de musculados nadadores de piscina de urbanización. Pero lo llamativo son los verdaderos deportistas de invierno, toda una creciente legión de silenciosos y madrugadores madrileños que no buscan en el ejercicio la complacencia, ni propia ni ajena, sino que se sacrifican por devoción a su propia persona, que disfrutan de la autoexigencia, de la misma gratificación por la penitencia física preescrita en algunas religiones.
El maratón de Madrid es la prueba de atletismo más importante de España. En sus 33 años de vida han participado más de 200.000 personas. El domingo se inscribieron 15.000. En realidad, la inmensa mayoría de los corredores no compite contra el rival, sino contra sí mismo. Los maratonianos están más pendientes de su registro personal que de adelantar al dorsal de enfrente. Pero lo emocionante es que la carrera es sólo la culminación a una ambición largamente gestada por muchos corredores a lo largo de los meses precedentes. La ilusión por superar el objetivo íntimamente estipulado no se desencadena cuando se consigue sobre el asfalto, sino en el instante en que se marca esa meta.
El maratoniano prepara la carrera con una excitación parecida a la que debe propulsarnos a través de los años, de la vida. Se trata de fijarnos retos, ilusiones, objetivos a corto plazo para estar en condiciones de alcanzar en el futuro una gran marca.
La mañana que mi amigo no puede salir a correr porque su hijo está enfermo o porque ha sufrido una contractura en el entrenamiento anterior aparece en el trabajo con más horas de sueño pero abatido. Entonces confiesa su esperanza por poder entrenarse un poco esa noche, antes de la cena, y luego regresar a casa, darse una ducha y comer un bol de arroz con soja y atún. Es un tipo sin vicios, ahorrador y disciplinado que se acuesta sistemáticamente a las diez de la noche. Hay compañeros que creen que no disfruta de la vida. Pero basta ver por las mañanas su sonrisa de corredor para saber que nos va ganando.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.