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A propósito de Harpagón y de la crisis

Marcos Peña

Soy capaz de mirar más lejos porque cabalgo a lomos de gigantes, mis antepasados". Sirva esta cita de Kant para recordar que, a menudo, la explicación está en el pasado, que todo, o casi todo, está en los clásicos.

Quizás para comprender lo que nos está pasando sea útil acudir a una representación de teatro que Molière llamó El Avaro y estrenó allá por 1668. Resucita, ahora, gracias a Juan Luis Galiardo, en el María Guerrero de Madrid.

No es Harpagón un tacañete más o menos gracioso. Es un miserable, un déspota, un maltratador capaz de traficar con sus propios hijos y cuya única referencia de vida es el dinero, el fetiche del dinero. Dinero que llega a adquirir forma humana. "¡Mi pobre dinero, mi pobre dinero, mi querido amigo! Me han privado de ti; y como me has sido arrebatado he perdido mi sostén, mi consuelo, mi alegría, todo ha terminado para mí, ya no tengo nada que hacer en el mundo...!".

Los activos financieros son el 340% de la economía real de bienes y servicios: economía de casino

La codicia, la avaricia, la centralidad de la economía financiera. El olvido de una obviedad aristotélica: "La fórmula dineraria de la mercancía no es más que una figura, carece de sustancia".

Y todo esto a modo de introito de la llamada "crisis financiera internacional", que da la sensación de que profesa cierta vocación de permanencia. Curioso esto de la "crisis financiera", cuando la crisis se ceba en el mercado de trabajo.

Todos acostumbramos a decir que hemos llegado a la "crisis de la economía real", como si la otra fuera "irreal", imaginaria; o sea, como si no existiera. Y no deja de ser singular porque en verdad es la única que ocupa el rango de ocupación intelectual seria. Y esta brecha, esta contradicción sistémica entre "dinero y trabajo", está en el origen, está en el presente y temo que pueda estar en el futuro de la crisis.

El infarto financiero que hemos sufrido -y sufrimos- no ha caído del cielo. Es un resultado natural e inevitable de los malos hábitos de vida, y la exuberancia financiera. El simple dato de que los activos financieros representen en nuestro mundo el 340% de la cantidad de bienes y servicios expresa la realidad de una economía de casino que ni es inocente ni neutra.

La centralidad financiera viene necesariamente acompañada de la depreciación del valor trabajo. Del valor central por antonomasia. Del valor que ha cohesionado y estructurado nuestras sociedades. Solamente a través del trabajo el hombre forma parte de la sociedad y de su proyecto. De ahí que el derecho al trabajo sea el derecho de ciudadanía por excelencia, el primer derecho. Por ello, quien pierde el trabajo ve mermado su derecho y quien sobrevive con un trabajo precario arrastra un precario derecho de ciudadanía.

No sabemos idear una sociedad distinta de la basada en el trabajo, articulada en torno a los valores inherentes al trabajo: esfuerzo, disciplina, responsabilidad, mérito, compañerismo... Y este desplazamiento de la centralidad del trabajo -incrustado en el origen de la crisis- agrieta la cohesión, confunde la percepción y altera la jerarquía clásica de valores.

Podría incluso pensarse que esta escasa importancia intelectual que la palabra trabajo comporta desliza un cierto simplismo en la proposición de reformas. Algo así como "dadme un nuevo contrato y moveré el mundo". Algo, en verdad, absolutamente impensable en cualquier otro orden de cuestiones. Y se trata de un asalto que asedia, no sólo a las personas, sino también a todas las instituciones que las representan, y, en primer lugar, a partidos y sindicatos. Instituciones que, los más benévolos, en el mejor de los casos, califican de retardatarias, de obstáculos del pasado que entorpecen el rápido disfrute del placer inmediato, primario, único: el lucro.

El poseer el fetiche. Invernadero éste, ideal para que la corrupción florezca.

No viene mal por ello, y especialmente ahora, representar El Avaro. Es un espejo excepcional que nos permite que veamos nuestro rostro y alma. Y hay que agradecérselo, por supuesto, a Molière, y, también, a Juan Luis Galiardo.

Porque no deja de ser sorprendente que hoy, cuando la crisis financiera coquetea con la depresión y va de la mano del desánimo, a un empresario teatral se le ocurra poner en pie este tipo de obra. Para cualquier persona, algo ajena a estos asuntos, estrenar una obra se limita a subir el telón y comenzar la función. Lo cierto es que se trata de una empresa de envergadura que exige tanto vocación artística como vocación empresarial.

Sólo para levantar el telón se necesitan más de 600.000 euros, haberlo decidido hace casi 24 meses -cuando éramos tan felices-, contar con 45 personas -dirección, realización, creativos, técnicos, etcétera-. Y, sobre todo, hace falta creer en lo que se hace, querer hacerlo y arriesgarse.

Puede que algún día llegue aquello que Peter Sloterdijk llamaba "la domesticación de la economía monetaria". Quizás no lo veamos, pero mientras tanto, valga el consuelo de la maldición de La Flecha, el avispado criado de Cleantes: "¡Mala peste se lleve a la avaricia y a los avariciosos!". Pues eso.

Marcos Peña es presidente del Consejo Económico y Social de España.

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