La milicia del lápiz rojo
Es sabido que los únicos que inscriben sus nombres en la historia después de una batalla son los generales. Pero la victoria que cosechan es resultado del abnegado sacrificio de seres anónimos, cuyos nombres se borran para siempre y se disuelven en el olvido. La metáfora de la batalla, que hoy parece monopolio de los espectáculos deportivos, ha sido desde siempre una de las más socorridas para describir el combate contra el pecado. Y sucede que, como en las guerras verdaderas, también en ésta los únicos nombres que trascienden son los de quienes están al mando de las tropas, también metafóricas. Nadie pretende restar méritos a Franco o a los cardenales en la rotunda victoria que cosechó la España
de su tiempo contra el pecado; si acaso, recordar que su victoria no hubiera sido posible sin el imprescindible concurso de la humilde milicia de censores a las órdenes de aquellos aguerridos generales del espíritu.
Cuántas y cuántas horas dedicaron con generosidad de cruzados a la lucha en primera línea, enfrentados a las tentaciones sin más arma que un lápiz rojo y un flexo de aluminio enfocado sobre los manuscritos de unos mozalbetes inconscientes. O, bueno, que tal vez no lo eran tanto, porque estos abnegados de la virtud que trabajaban en las entrañas del departamento de censura eran capaces de extraer de las páginas de Marsé, Goytisolo, Ayala o Gil de Biedma informaciones que escapaban a los más conspicuos críticos literarios. A ellos el Demonio no se la daba con queso: si los mozalbetes escribían como escribían era porque se refocilaban con extranjeras facilonas y regresaban a España para dar cuenta de ello en novelitasy poemas cursis.
Pero allí estaban ellos, los censores, dispuestos a dar su salvación eterna por el bien de España. Porque, ¿qué se piensa?, ¿que eran inmunes a las insinuaciones de la carne? Último baluarte en el combate contra el pecado, sus nombres no están inscritos en la historia porque fueron simples soldados y no generales. Es verdad que una cierta idea de justicia exigiría recordar sus nombres. Pero también reconocer que su batalla
fue tan inútil como estúpida.
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