La insaciable gula de la tenia
El presidente del Tribunal de Cuentas, la ineficiente institución fiscalizadora de las cuentas de los partidos, sugirió la semana pasada en un acto académico -a preguntas sobre la trama Gürtel- la reforma de la Ley Electoral de 1985 y de la Ley de Financiación de las Formaciones Políticas promulgada en 2007 para sustituir una anterior dictada hace 20 años. El nudo del problema es que los delitos de corrupción perpetrados por cargos electos de los partidos situados en puestos clave de la Administración (alcaldes, gobernantes autonómicos o autoridades estatales) encuentran un ambiguo refugio en el sistema de financiación partidista, cuya maliciosa opacidad e insuficiente control impiden despejar con claridad la incógnita sobre el destino final -sólo los bolsillos de los sobornados o también la caja de la organización- del cohecho.
El presidente del Tribunal de Cuentas pide reformar la Ley de Financiación de Partidos
Situados en una tierra de nadie entre la sociedad civil y el Estado, los partidos son a la vez asociaciones voluntarias y organizaciones con relevancia constitucional. Sin los partidos no hay democracia posible: agregan intereses sociales y articulan demandas colectivas; forman a sus afiliados para el desempeño de tareas públicas y los integran en las listas bloqueadas y cerradas de sus candidaturas electorales; movilizan a los ciudadanos para participar en la vida pública y para votar; asumen el poder ejecutivo o lo controlan desde la oposición y actúan como motor de Parlamentos y Ayuntamientos.
Ahora bien, los partidos no sólo son caros de mantener: también disparan con pólvora del rey. Las subvenciones públicas -más del 90% de sus ingresos- fluyen por diversos cauces (campañas electorales, gastos generales, grupos parlamentarios y municipales, fundaciones) pero terminan desembocando en una caja común. Según Gaspar Ariño (La financiación de los partidos políticos, Ediciones Cinca, 2009), los ingresos de dinero público recibidos durante la década 1996-2005 por todos los partidos a cuenta de todos esos conceptos superaron los 1.840 millones de euros. Gracias a su mayor peso parlamentario, PSOE y PP habrían recibido cada uno de media anual durante esa década entre 66 y 72 millones.
Pero esos nutridos ingresos resultan insuficientes para saciar el apetito -sólo comparable con la gula de las tenias parasitarias- de los aparatos partidistas, enfrentados además con la progresiva desaparición del trabajo voluntario y gratuito de los militantes de base. Pese a que un elevado porcentaje de dirigentes y cuadros desempeñan cargos remunerados en Parlamentos, Ayuntamientos y órganos ejecutivos del Estado, los partidos grandes y medianos completan los sueldos de sus líderes y pagan las nóminas del personal auxiliar que trabaja en sus locales propios o alquilados. El caso Gürtel muestra el elevado coste que supuso la externalización de los actos públicos protagonizados por la presidenta -a la vez- del PP y de la Comunidad de Madrid.
Incapaces de aumentar la recaudación procedente de las cuotas de los militantes y de los donativos de los simpatizantes, los partidos recurren a los créditos de bancos y cajas de ahorro, sospechosamente provisionados como pérdidas en los balances o condonados parcialmente a los pocos años de su concesión. Y aún les resta la ilícita e inmoral posibilidad de incumplir las leyes -penales o administrativas- sobre financiación aprobadas en el Parlamento con sus votos.
Hay abundantes indicios de que las organizaciones municipales, autonómicas o nacionales de los partidos utilizan dinero negro para pagar los gastos de los comicios que sobrepasen los máximos tolerados por la Ley Electoral. No es descabellado suponer que esos recursos sean proporcionados clandestinamente por empresas a cambio de contraprestaciones actuales o futuras, procedentes de las Administraciones públicas bajo control del partido al que pertenezcan los cargos electos prevaricadores.
La reforma en curso del Código Penal brindará a todas las formaciones una buena oportunidad para disipar tales sospechas o, al menos, mostrar su propósito de enmienda. Bastaría con que tipificaran la financiación ilegal de partidos como algo más que un delito electoral leve y castigaran severamente los llamados casos de cohecho impropio al estilo de los rumbosos regalos distribuidos a voleo por la trama Gürtel entre la flor y nata del PP valenciano.
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