Inseminación solar
Muchas y muy diversas cosas concurren en la obra aparentemente sencilla del escultor británico Roger Ackling (Isleworth, 1947). Quizá la manera más directa para explicar lo que hace sea comentar en qué consiste su técnica de trabajo habitual, que consiste en aprovechar como soporte trozos de madera ya antes usada, sobre las que luego Ackling graba unas incisiones solares; esto es: ayudado por la lente de aumento de una lupa que potencia la energía excavadora de los rayos del sol. Con sólo lo que acabamos de apuntar, nos encontramos con un artista que parte de un "objeto encontrado", que después lo "modifica" sin una manipulación directa, pues, a través suyo, actúa la naturaleza, tomándose su tiempo, y que, finalmente, instala el conjunto de los fragmentos que ha ido elaborando de una manera específica, lo que significa que, en cada instalación, el puzle resultante posee una singularidad irrepetible. Esto es lo que ha hecho ahora en la exposición en Madrid, que obviamente ha dispuesto personalmente hasta en el menor detalle, lo cual no es en absoluto una operación simple, porque, siendo sus objetos de un tamaño minúsculo y emplazándolos en cualquier lugar de la pared, pero también en el suelo, se modifica nuestra percepción física de los mismos y del espacio donde se ubican; es decir: que, en primer lugar, sean cuales sean las dimensiones físicas objetivas de cada una de las tres salas de la galería donde se reparten las piezas de Ackling, éstas consiguen que lo percibamos como de una monumentalidad casi inabarcable; pero que, a la vez, en segundo lugar, establezcamos una relación única y absorbente -por separado- con cada una de ellas. No se trata, sin embargo, sólo de una alteración de nuestra percepción en relación con las dimensiones físicas de estas piezas, su tamaño real y el tamaño del lugar que las cobija, sino que Ackling activa otras impresiones sensoriales que implica la luz ambiental, el sentido táctil, ciertas resonancias auditivas y olfativas, pues todo en ellas está cargado de un penetrante eco marino, y, en fin, una fuerte impregnación simbólica.
Roger Ackling
Galería Elvira González
General Castaños, 3. Madrid
Hasta el 30 de abril
Ciertamente, detrás de lo que hemos descrito, hay mucho trasfondo histórico británico de amor por la naturaleza, que se remonta desde el XVIII, pintura de paisaje y poesía, hasta ahora mismo, cuando ambas se han entremezclado hasta formar una nueva unidad. En efecto, desde Richard Long a Andy Goldsworthy, es difícil hallar un tratamiento más lírico y espontáneo de la naturaleza, incluso cuando ésta se nos manifiesta a través de reciclados residuos orgánicos inseminados por la luz solar, como hace el poético Ackling con sus delicados trazos geométricos, que son a la vez diminutas marcas de orden, como un diario íntimo que registra sin ruido las inclemencias, pero también las arrugas del tiempo, siendo ambas cosas a la postre lo mismo. Este paisaje, donde se recompone nuestra situación en el mundo y donde la reverberación luminosa es parte simultáneamente activa y pasiva, es un teatro de emociones, que Ackling preserva como algo único e irrepetible, como son aquellas cosas que, sin que les demos la menor importancia, atesoran, sin embargo, lo más memorable de nuestro fugaz paso por el mundo; apenas un leve caminar por la naturaleza, pisando su superficie casi sin que se registren las huellas de nuestro circunstancial pasar. Ackling, en fin, es un diarista íntimo, un dibujante, un susurrante cronista de historias desapercibidas, un adorador del sol.
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