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Columna
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Honorables colegiales

Un grupo de estudiantes acosa, veja y zarandea al rector de la Complutense. Podría ser una escena más, un tópico frecuente en la agitada vida estudiantil, una revuelta contra el poder establecido, contra la autoridad académica y los males de la educación universitaria, un conato de rebeldía juvenil ante la opresión de los adultos, un acto libertario e insumiso, una protesta airada. Las fotos parecen indicarlo así, pero los titulares lo desmienten. El grupo de revoltosos no reivindica sus libertades sino sus cadenas, quieren que sus decrépitos colegios mayores sigan segregados por sexos, anclados en una tradición sexista abolida incluso en los cuarteles. En las imágenes predominan los varones, no es una protesta de tímidas estudiantes partidarias de una educación monjil, jovencitas que teman ver invadido su gineceo por zafios y rijosos machitos. Pero entre los argumentos que esgrimen estos energúmenos figuran algunos que parecen sacados del argumentario femenino: si hay chicas por medio, los chicos verán amenazada su libertad para pasearse "como Perico por su casa" por los pasillos y dependencias colegiales, como dirían ellas con los rulos puestos, tendrán que ser más púdicos, enterrar sus chistes machistas y sus bromas varoniles, se perderá la nefasta tradición de las novatadas y los varoniles ritos de iniciación que siempre incluyen vejaciones sexuales y humillaciones de género. Los alumnos de cierto colegio temen por su fogosa selección de rugby, toda una institución universitaria, a más chicas menos candidatos para el equipo y clases de ballet o de Pilates en el gimnasio en el que se forjan los duros gladiadores.

Lo que resulta anacrónico es que haya universitarios secesionistas como los que zarandearon a Berzosa

No dudaría en recomendarles que pidieran amparo a Ratzinger o a Rouco Varela, hallarán comprensión en el seno de la Iglesia. Los colegios mayores de la ciudad universitaria madrileña, tutelados, entre otras instituciones, por órdenes religiosas servían como centros de libertad vigilada para los estudiantes de provincias. Antes de integrarse plenamente en la vida adulta y abordar la ciudad con sus peligros y tentaciones, ellas y ellos permanecerían a resguardo en estas residencias, con horarios impuestos y absoluta segregación de sexos para tranquilidad de sus progenitores y proveedores que desconfiaban de la mala vida capitalina sus pompas y sus obras y sabían lo fácil que es confundir libertad con libertinaje. Pura falacia, por lo menos a partir de los años sesenta y en determinados colegios, vivero de conspiraciones y actividades clandestinas amparadas por coartadas culturales. El barrio de los colegios mayores fue durante un par de décadas una ciudadela, aunque no precisamente inexpugnable de la cultura y de la política. En los cineclubes se fogueaban jóvenes oradores capaces de extraer de las películas de Ingmar Bergman consignas revolucionarias para la ocasión, los cantantes de protesta cantaban a Machado y a Miguel Hernández buscando el amparo de sus nombres ante la censura y los grupos de teatro independiente urdían fábulas y parábolas con moraleja y doble sentido. En los colegios masculinos más liberales era fácil que las chicas pasaran a las habitaciones de sus compañeros y en más de un habitáculo se trapicheaba con hachís y LSD. Los alumnos de los colegios progres vestían de pana y se dejaban crecer barbas y melenas, ante la desaprobadora, y al mismo tiempo complaciente, mirada de la policía que siempre sabía a quién detener o por dónde empezar a repartir leña en una manifestación. Por supuesto los colegios liberales convivían con otros de férrea disciplina y estricto control, monacales y castrenses. Para no perder privilegios y subvenciones con la llegada de la democracia, la Iglesia católica admitió la integración de sexos en la educación y los colegios mayores se integraron sin traumas y a veces con júbilo. Hoy en centros como el emblemático y resucitado San Juan Evangelista, el Johnny, ellas y ellos circulan "como Perico por su casa", sin falsos pudores, ni remilgos colegiales pero sigue habiendo centros segregados y, lo que resulta más extraño y anacrónico, universitarios secesionistas como los que zarandearon el otro día al rector Berzosa por atacar sus firmes e inamovibles tradiciones.

Los colegiales de la universidad madrileña tienen motivos, legítimos motivos para protestar, muchos de ellos pernoctan en edificios decrépitos, anticuados e insalubres y la Comunidad de Madrid no está dispuesta a invertir ni un euro en reparaciones. Fluyen las goteras y las cucarachas se pasean a sus anchas. Sin embargo, los zarandeadores sexistas gozan al menos de la comprensión de la presidenta madrileña. No están solos en su lucha contracorriente.

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