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Columna
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Necesidad de las boinas

En Vilalba una gabardina, un paraguas y una boina para calentar la cabeza nunca han matado a nadie. Mi padre, desde luego, la usaba, y pienso que le quedaba muy bien. La marca Elósegui era la de mayor predicamento y la que, sin duda alguna, era la más usada. Sin embargo, este adminículo, que fue de uso general en el país, como en toda Europa, a comienzos del siglo XX, ha debido soportar no sólo los embates de la moda sino también los de la lucha política. No sólo Zumalacárregui y los carlistas hicieron de la boina roja un distintivo. En la República el obrerismo era decididamente partidario de la boina. Y los falangistas, para subrayar sus pretensiones de revolución social, hicieron de la boina azul un complemento de su camisa. Es sabido que, en la posguerra, una tienda vendía su género con este lema "los rojos no llevan sombrero".

Por mucho que le duela, Feijóo tendrá que pactar una y otra vez con la saga Baltar

Así que la boina ha tenido que registrar como un sismógrafo las oscilaciones del tiempo. Y, desde luego, no es la menos curiosa de sus paradojas el que en su versión de txapela sea representativa de la diferencia vasca y, al mismo tiempo, un símbolo de la cultura francesa, el estado centralista por antonomasia. En Galicia, cuando empezó a desaparecer, no lo hizo tanto a causa del sombrero burgués como de la urbanización. La boina fue identificada con los campesinos y eso selló su destino hasta nueva orden. De hecho, el lado del PP que se quiere a si mismo urbano y moderno decidió, hace ya una década, referirse a Baltar&co con el apelativo de los boinas haciendo de ella una palabra peyorativa que nadie se atrevió a denunciar. Fue un silencio muy elocuente. "Boina" paso a significar "cacique" asociado a "paleto", "atrasado" y "rural".

Pero la boina no tiene la culpa de lo que hayan hecho o sigan haciendo esos señores. La moda femenina en Francia supo darle un innegable toque de distinción. Marlene Dietrich, Greta Garbo o la Bardot la usaron con mucho encanto y le dieron ese glamour que provenía de su asociación con la bohemia parisina. Picasso llevaba boina, naturalmente, lo mismo que, muchos años después, el Che Guevara, en la célebre fotografía de Korda que se convirtió en el icono de toda una época. Con los colores rojo, amarillo, verde y negro la boina cubrió un montón de cabezas de rastafaris émulos de Bob Marley y, más o menos en el lado opuesto, el militarismo a lo John Wayne encontró en los boinas verdes su emblema.

En realidad, para el PP la boina ha servido de exorcismo. Mediante ella, el partido conservador ha pretendido conjurar con un sortilegio no sólo su mala reputación de partido clientelar sino también, en un nivel más profundo, casi antropológico, su condición de partido rural. Si Fraga no desdeñaba su condición de nieto de aldeanos e incluso construía con ello una versión local de la epopeya, típicamente americana, del hombre que se hace a sí mismo, al nuevo PP le puede más la larga tradición de desprecio a los palurdos frente a las pulidas maneras de los urbanitas.

El problema es que la realidad es siempre insoslayable. En Ourense Feijóo ha sufrido una derrota en toda regla. Él ha sido el toro y Baltar ha sido el torero. El Presidente de la Xunta pretendió arremeter, cosa imposible, desde el burladero. Pero su adversario, fiel a los cánones de Cossío, paró, templó y mandó. A Baltar le cuadra lo que Bergamín escribió sobre el arte del birlibirloque, ese sentido de burla y birla del matador. Feijóo, sin embargo -lo ha demostrado una y otra vez- no sabe medir sus fuerzas. Era necesario algo más que un breve envite de aficionado para despedirse de quien no ha dudado de poner en un brete a Fraga y de hacer caso omiso de Mariano Rajoy.

Pero el resultado puede constituir una suerte para él. Galicia ha cambiado, pero no tanto como parece suponer su presidente. Sin su peso en la Galicia rural el PP sería un partido perdedor como también lo sería si no tuviese a su favor buena parte de las elites urbanas. Fue esa diversidad la que lo llevó al poder y la que le permitirá, si es el caso, mantenerlo. Al precio, eso sí, de sustituir al bipartito de antaño por uno nuevo entre Baltar y él mismo y los suyos. Feijóo no podría gobernar apoyándose sólo en Corina Porro, Pedro Arias, Carlos Negreira et altri: los profetas del birrete, al gusto de la moda madrileña, que, por cierto, tampoco está precisamente exenta ni de demagogia ni de corrupción.

De modo que, por mucho que le duela, Feijóo tendrá que pactar una y otra vez con la saga Baltar: ellos son el fiel de la balanza. En una Galicia con dos campos casi equilibrados lo que se juega en estos momentos es una diarquía entre una Xunta gobernada por la derecha y las villas y ciudades gobernadas por la conjunción de socialistas y nacionalistas. Si los birretes consiguen grandes victorias tal vez podría desembarazarse de quien se ha mofado, de hecho, de él. No parece probable, sin embargo.

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