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Columna
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Oficina de tópicos

Convendría, con la mayor brevedad, disponer de una clasificación de los tópicos que se adjudican a cada comunidad autónoma para evitarnos la tarea de pensar por nosotros mismos. Si dispusiéramos de este catálogo de lugares comunes podríamos insultarnos entre comunidades sin activar las conexiones de una sola neurona de nuestro cerebro. Convenientemente ordenados y clasificados servirían también para componer un mapa de la España cañí, de su catálogo de odios, amenazas, envidias y rencores.

El tópico -incluso el que no pretende ser malintencionado- intenta fijar, para todos y para siempre, unas determinadas características de un pueblo o de un territorio. Se convierten para el destinatario en una mordaza que le impide crecer, cambiar y adaptarse a otras realidades.

Todas las comunidades padecen, de una u otra forma, el castigo de etiquetas seculares: bobos, los gallegos; tacaños los catalanes; chulos los de Madrid, pero en ninguna comunidad el abanico de los tópicos ha sido tan variada como en el caso de Andalucía. Es posible que la causa de ello sea que la identidad andaluza se ha utilizado o exportado como identidad nacional española, como la cara amable de un país triste, agriado y confrontado. Frente a ello la gracia, la amabilidad, la alegría andaluza se exportó como el señuelo internacional de España.

Pero, junto a esta utilización de los tópicos positivos, el franquismo tenía que justificar de alguna forma la falta de desarrollo de Andalucía, el paro y las condiciones que obligaban a millones de personas a la emigración y acuñó, con viejos materiales de deshecho, el tópico de la pereza andaluza, de vivir del cuento y de la subvención. La fuente inspiradora de este tópico no eran los andaluces en su conjunto -que en su tierra o en la emigración se afanaban por construir un futuro diferente-, sino los viejos señoritos que vivían de las rentas y que mataban el tiempo y las esperanzas en sus correrías madrileñas.

Por eso, de todos los tópicos acuñados para nuestra tierra, los más injustos y enervantes son los socioeconómicos: los que nos asignan papeles de sirvientas en las series de televisión, los que menosprecian nuestra preparación, los que niegan la innovación, los que presuponen un nivel inferior de trabajo, de dedicación o de cultura. Se trata de tópicos clasistas, impregnados del más rancio franquismo, inventados por la misma derecha política y económica que castigó a este pueblo durante decenios.

Esta semana, la presidenta de Madrid, experta avícola porque acostumbra a distribuir los despojos de los servicios públicos madrileños entre los buitres del mercado, nos ha escandalizado a los andaluces comparándonos con gallinas que acuden al reclamo del poder. Pero, si lo pensamos bien, escuchamos a diario el rumor de "pitas, pitas" en otras informaciones, declaraciones o producciones, expresado con mayor corrección y sutileza, pero con igual superioridad y desprecio.

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El "pitas, pitas" resuena en nuestros oídos cuando sólo se escucha el andaluz en boca de chachas y de canis; cuando se comprueba que las únicas informaciones andaluzas que saltan a las primeras ediciones informativas son de sucesos o de accidentes; cuando los avances tecnológicos o científicos se destacan menos si se han producido en Andalucía y se obvia el origen del trasplante, de la investigación o del hallazgo; cuando nuestros apagones, inundaciones o debates son menos importantes que los de la mitad norte; cuando a nuestros poetas, pintores o creadores se les borra la procedencia; cuando entrevistan en una cadena estatal a algún famoso andaluz de cualquier campo y éste se empeña en pronunciar unas eses silbantes como si se avergonzaran del uso culto de nuestra forma de hablar. Porque el peor "pitas, pitas" es el de algunos andaluces que bajan la cabeza cuando hablan injustamente de su tierra.

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