Sufrir ya no da puntos
Esta semana acabó el último reducto medieval de nuestra cultura. El principio del dolor ha sido derrotado después de siglos de lucha. Como todo relato mítico, tiene un origen lejano y comienza cuando un ángel, fieramente armado, expulsó del Paraíso a Adán y Eva y anunció que toda la humanidad sufriría la espina del dolor desde su nacimiento. A partir de aquí, el principio del sufrimiento se erigió como el núcleo de la doctrina cristiana y, por extensión, de toda la cultura occidental. El mundo se convirtió en un valle de lágrimas; la vida, un particular calvario y cada dolor en un peldaño hacia la redención humana, hasta el punto que los santos buscaban gozosos el martirio como forma de ganar el paraíso.
La doctrina religiosa ha luchado con todas sus fuerzas contra el principio opuesto, el del placer y esta semana ha perdido sus últimas posiciones. Las ideas de que hay algo oscuro y sucio en el cuerpo humano que debe ser sometido a purificación y prueba a través del dolor han perdido definitivamente la batalla. Sufrir ya no da puntos, no hay una cartilla individual donde se anoten los tantos de los daños sufridos y tenga su recompensa celestial. Creyentes y no creyentes comparten que el camino a la bondad no es el sufrimiento y que el dolor innecesario no nos hace mejores sino infelices.
Esta semana, el Parlamento de Andalucía ha acabado con la maldición bíblica del tormento y ha afirmado el valor de la vida humana hasta el último día. La conquista de este pequeño espacio de paraíso perdido se ha producido en Andalucía, donde hasta la palabra muerte está cargada de mal fario y su simple enunciación el último y verdadero tabú de nuestra sociedad.
Ha sorprendido la unanimidad de la votación final de la ley porque el camino no ha sido fácil. Actualmente se han atemperado las voces opuestas a la muerte digna y, aunque todavía renuentes a la ley, los colegios oficiales de médicos y la jerarquía eclesiástica han reducido, como el PP, su oposición a temas secundarios -que no menores- como la objeción de conciencia de los profesionales sanitarios o la labor de los comités de ética. Sin embargo, cuando se elaboró el Estatuto de Autonomía, la postura de estos tres estamentos fue radicalmente beligerante contra la inclusión de la muerte digna como un nuevo derecho de los andaluces, así como contra la investigación biomédica, entonces centrada en las células madre.
La espada flamígera del PP libraba en Madrid su particular batalla contra la muerte digna e inició un proceso inquisitorial contra el equipo médico del hospital Severo Ochoa, dirigido por el doctor Montes, por sedaciones en pacientes terminales y bajo la acusación de haber puesto fin a su vida. Aunque los tribunales fallaron a favor de los médicos y el personal sanitario, el daño no fue sólo profesional sino que cientos de pacientes se vieron privados de sedación y sometidos a la muerte indigna para contentar los afanes ideológicos de su presidenta. Ahora su propio partido vota en Andalucía lo que persiguió en los hospitales madrileños. No vendría mal una explicación y unas palabras de perdón.
¿Qué ha ocurrido en tan corto espacio de tiempo para que hayan atemperado sus voces? Sin duda, una severa derrota social. Es difícil encontrar un solo ciudadano que defienda los tratamientos sin esperanza, el ensañamiento terapéutico, el dolor inútil, la muerte indigna. Puede considerarse afortunada aquella persona que no haya alzado la vista al cielo para desear, rompiéndose por dentro, el final de un ser querido. Y porque sabemos todo esto, la unanimidad se ha impuesto como fruta madura y muchos han tenido que guardar sus viejos prejuicios.
Andalucía ha conquistado, la primera, este nuevo derecho que no hay que mendigar en los pasillos del hospital, a media voz, con el alma rota por desear que el final de la vida sea dulce y humano.
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