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Columna
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Música

David Trueba

Siempre se dijo que el molinero duerme plácidamente pese al ruido del rotor y que sólo se despierta cuando las aspas se paran de pronto. Pasa lo mismo con la televisión. Produce tal ruido de fondo, griterío, vacuidad e histeria inane, que sale un tipo tocando una guitarra afinada y te llama la atención por raro e inesperado. La música en directo en la tele lleva años desterrada como si fuera la peste bubónica. Hasta inventaron ese enlatado musical en forma de videoclip para que la gente pudiera ver a las cantantes contonearse en ropa interior y a los solistas rodeados de cuerpazos. De vivir en nuestros tiempos, Mozart habría tenido que vender el Réquiem en tanga y dando golpes de ingle.

Quedan reductos tan transgresores como un tipo leyendo poesía mística en la cola de entrada a la discoteca Kapital. En La 2 lo llaman No disparen al pianista y de tanto en tanto nos ofrece conciertos como el del sábado pasado con Jorge Drexler y su banda. Drexler presenta un disco nuevo, de esos donde estira del castellano como un chicle sabor palíndromo fuera de la boca hasta donde da de sí el brazo. Tiene personalidad musical y a ratos utiliza palabras tan improbables de escuchar en una canción actual que me recuerda a Miguel Pardeza cuando escribía cultos artículos en prensa, siendo futbolista, y sus compañeros de vestuario colgaban el recorte en la pared con todas las palabras que no entendían subrayadas en rojo.

En el mismo fin de semana en que me sacó de la rutina como un estacazo la voz delicada de Drexler con sus canciones recién horneadas, llegó a los cines el melodrama francés. El concierto, que se permite la brutal transgresión estética de colocar íntegro el concierto de Tchaikovsky para violín y orquesta interpretado por personajes a los que quieres y te emocionan. Vayan con cuidado porque para la inteligencia mundial emocionarse hoy en una expresión artística es sinónimo de cursilería. En 1881, cuando el compositor estrenó esta pieza, el crítico más célebre, Eduard Hanslick, dijo que era "música hedionda y de salvaje nihilismo". Hoy, se agradece que cierta gente nos recuerde que en el imperio de los ojos, el oído también se merece algún placer.

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