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Columna
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Las mujeres de la posguerra

En el penoso panorama se produjeron importantes fenómenos sociológicos y cambios de costumbres impuestos por la fuerza de las nuevas corrientes que movían al mundo, salido de la Segunda Guerra Mundial. La convulsión que supuso para nosotros, aislados por decisión de los vencedores, gestaba una profunda revolución. Con ánimo de reseñar lo menos trillado por los historiadores que se han cebado con nuestras desventuras, quiero recordar el cambio que se estaba produciendo en la mujer, algo que ha merecido poco cuidado al tratar de los años 40 y 50.

No viví la zona republicana y mis recuerdos, a los 16 y 17 eran los pasacalles por el paseo de Recoletos y del Prado -vecinos a nuestro domicilio familiar- de bandadas de jóvenes de ambos sexos, muchas de las mujeres con monos de trabajo, que evidentemente les venían grandes, cantando en desordenadas filas de ocho o diez en fondo. Eras los "chíbiris" y las letras de sus cánticos no las habían escrito Alberti ni Miguel Hernández.

El acceso de las mujeres a la enseñanza media y superior se robusteció durante la República

En la otra zona se había producido una silenciosa transformación, la de la Sección Femenina de Falange y Auxilio Social, que decidieron cambiar el signo de sus coterráneas. Las capitaneaban unas mujeres que, dígase lo que se quiera, entregaban tiempo y trabajo a elevar el nivel de las muchachas. Hicieron obligatorio el Servicio Social y ello trajo la alfabetización de la mayoría de las campesinas y chicas de clase modesta, que aprendieron, además, a coser, a ordeñar vacas, escribir a máquina, nociones de enfermería y no sé cuántas cosas más, pues yo me limité a exploraciones singulares y a lo que comentaban mis hermanas. Acorde con la estructura dictatorial del régimen, esa afiliación o servicio era ineludible e indispensable, por ejemplo, para obtener el pasaporte, equiparándolo al servicio militar masculino. El hecho de que la mujer casada precisase de la autorización del esposo para determinadas actividades creo que procedía del antiguo Código Civil.

Se le ha dado poca importancia, pero la tuvo. Las dirigentes solían ser solteronas, posiblemente con deseos irrefrenables de mandar, que salpicaron España de campamentos, crearon los Coros y Danzas, salvación cierta de mucho folclor casi extinguido. Los mandos, como se estilaba designar, colocaron en las Cortes algunas procuradoras, apelación arcaica de los modernos diputados y, en ciertos sectores, alcanzaron una influencia, discreta pero eficaz.

Era posible soslayarlo y para las personas privilegiadas se arbitró la prestación de tareas puntuales que sustituían al mandato imperativo. Una organización que supongo plagiada de las alemanas nazis o las fascistas italianas. Conocí pocas de esas muchachas, pero me dieron siempre la impresión de que lo pasaban bien en los campamentos, centros o castillos donde hacían vida en común, parece que, a veces, con cierto relajamiento. Sin duda supuso una liberación para muchas y la oportunidad de conocer gentes y pueblos distintos del lugar de origen, sin la necesidad esclavista del servicio doméstico. Era otra de las particularidades que procedía del imparable deseo de manumisión femenina, cuyo futuro, en un país rural, achicaba los horizontes de la gente joven. Aquellas adolescentes de los pueblos deberían pasarlo muy mal en el terruño a juzgar por su permanente jovialidad. En ese Madrid que los cronistas describen como una ciudad lóbrega, a falta de transistores de radio se escuchaba, por las mañanas, el trinar alegre de las domésticas en los patios de luces. Todas entonaban las maravillosas canciones de León y Quiroga, desde Ojos verdes a La Parrala y no había quien dejara de saberse de memoria el romance lorquiano de La casada infiel.

El acceso de las mujeres a la enseñanza media y superior, se había robustecido durante la República y si eran pocas las universitarias se debía a ser también escaso el número de hombres que tenían acceso a la titulación superior. Terminé mi bachillerato en el Instituto Velázquez, donde no pasaban de 25 los alumnos por clase y en mi curso recuerdo, entre las condiscípulas a Pilar Gaos, miembro de una dilatada familia de superdotados. Claro que eran contadas, y no había ni bomberos ni paracaidistas del género femenino, pero avanzaba inexorable la emancipación de las mujeres y su acceso al trabajo no era sólo una "sublime decisión" como reflejó Miguel Mihura.

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