Para llegar a tiempo
Soy de esas personas que ostentan ciegamente la creencia de que, si salen de casa a la hora de la cita, llegarán a ella sin retraso. Es una fe impracticable y ridícula, pero es una forma de fe. Y la fe, según se dice, puede mover montañas.
Mucha gente critica esta conducta. Opina que supone una impresentable negligencia; opina que fomenta la desidia y la irresponsabilidad. Es cierto que quien llega tarde se convierte, strictu sensu, en un ladrón de tiempo. Quien llega tarde se apropia impunemente del tiempo de los demás. Adornado de virtudes imprecisas, en ese aspecto soy, sin embargo, un sujeto perfectible. Cualquier viejo amigo puede esperarme, varado en una esquina de la calle o en la barra de un bar, mientras yo apuro en casa la audición de una sonata, o me animo a terminar la lectura de un libro, o caigo en la tentación de darme una ducha tardía, para salir después de casa bien fresquito. Y sólo al pisar la calle me invade el sentimiento de culpa y la necesidad de enfrentarme con las leyes del tiempo y del espacio, en busca de una enmienda imposible.
Los tardones ampliamos nuestros márgenes horarios confiscando el tiempo ajeno. Ser generoso con el tiempo de los demás es tan fácil como indigno. Pero reconocer este defecto no supone renunciar a la esperanza. Impuntuales incorregibles, sistemáticos, albergamos la esperanza de que éste sea un pecado venial. Por eso esperamos contar en su momento con la complicidad de todos los relojes del planeta, que nos ayudarán a descontar los minutos necesarios para llegar puntualmente a nuestra cita.
Soy un creyente en la naturaleza elástica del tiempo, en su aptitud para contraerse o extenderse a capricho del usuario. Quizás traspaso umbrales de tolerancia que no serían tolerables para ninguna persona seria. A veces me sorprendo en el rellano de la escalera, esperando con impaciencia que llegue el ascensor (en esos momentos en que tarda una eternidad), y repitiéndome, por lo bajo, "puedo llegar a tiempo, en serio, puedo hacerlo, aún puedo hacerlo..." cuando llegar a tiempo sería estar tres minutos más tarde en el otro extremo de la ciudad.
Pero el milagro (¡oh, incrédulos del mundo!) a veces se produce: los tardones podemos llegar a tiempo y sin saber muy bien cómo. Emprendemos el camino precisamente en el mismo momento en que debíamos estar llegando, pero gracias a una armoniosa sucesión de semáforos en verde o acompasadas subidas y bajadas de autobuses, metros y tranvías, llegamos a la cita con una demora de apenas diez minutos. O todavía mejor: llegamos a tiempo, con puntualidad exacta, como llevados en volandas por ángeles invisibles. Lo cual permite confirmar que ciertamente los milagros existen, que el tiempo se expande y se contrae como los chicles, y que, gracias a este nuevo prodigio, tenemos crédito para obrar del mismo modo la próxima vez.
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