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Columna
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Una horrible deuda con la UPV

Sabido es el afán por la cultura de aquel tipo bajito, de bigotillo afilado, con la mala leche concentrada en un escueto envase. Vamos, Franco, sin más metáforas. Él, como Milans del Bosch, cuando oía la palabra cultura se echaba la mano al cinto, aunque en realidad, había más palabras que le animaban a echarse la mano al cinto: libertad, partidos políticos, trabajadores, salarios, París,... Si por él hubiera sido, se habría liado a tiros cada día desde la mañana hasta que se apagaba aquella famosa lucecita de El Pardo que sus acólitos decían que nunca se apagaba. Sabido es que con aquel criterio, entre otras muchas cosas, decidió que la UPV debía construirse en Vizcaya en el pico de un monte, lejos, muy lejos de la ciudad, que ya se sabe que los estudiantes, los vagos y los aplicados, son gente peligrosa, desafecta y digna de figurar en la ley de vagos y maleantes (donde por cierto sí estábamos los periodistas) que organizaba la vida de aquellos años.

La universidad, al monte, con los anacoretas, lejos de la gente de bien, con un acceso complicado, aislados de la vida, de la calle (que entonces era de..., ¿de quién era?). Era lo lógico, lo esperado. Nadie en su sano juicio hubiera pensado que aquel tipo con tan mala leche, al que algunos ahora aún siguen profesando feligresía emboscados en la manga ancha de la democracia, hubiera podido hacer otra cosa: se prohibía la cultura, en manos de José María Pemán, y, como no se podían prohibir los estudios universitarios, convenía alejarlos de la vida cotidiana.

Nada nuevo bajo el pertinaz nubarrón del franquismo. Lo que siempre me ha extrañado de esta historia es que tras tantos y tantos y tantos años de democracia, una buena parte de la UPV en Vizcaya permanezca en el pico del monte, como un símbolo de la derrota frente al franquismo, como un símbolo de su permanencia testimonial. Vizcaya ha cambiado radicalmente, pero no tanto como para advertir que la Universidad es uno de los principales motores del cambio. Sabido es que esa transformación ha tenido al visitante como objetivo prioritario, pero suena extraño que la Universidad no haya sido una vanguardia de esa transformación, que debiera haber comenzado por bajar la Universidad del monte, desmantelar aquel gulag urbanístico de sabiduría y devolverlo a la ciudad, a Bilbao, a Leioa, a Getxo o a Apatamonastario. Hoy en día, la Universidad forma parte de la vida social (a pesar de los recalcitrantes que también agobian las calles del centro o de la periferia) y a ella debe volver. El miércoles se puso la primera piedra del llamado polo tecnológico de las ingenierías que va a coincidir espacialmente con el nuevo San Mamés, pero en tanto la Universidad no baje del monte en su conjunto y se disemine por la ciudad o por los pueblos y se implique con el esqueleto de la ciudadanía, no se habrá transformado la provincia y por lo tanto Euskadi. La deuda sigue pendiente. El del bigotillo sigue teniendo un rastro de su horrible huella.

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