Todos fuimos Scott
"Es nieve", estableció la portera del inmueble vecino escudriñando el cielo de la mañana con ojo de trampero de Artic City. Era nieve. Y lo que te rondaré morena: después de comer, y tras pasar medio día escuchando la resabiada cantinela del esto no cuaja ni a la de tres, ya había un espesor que alegraría a una foca. Los alrededores de La Rambla arrojaban imágenes dignas de Garmish-Partenkirchen. Podías cruzar Pelai sin preocuparte del tráfico, pero oír el ruido sordo de tus pasos sobre la blanca superficie que antes era asfalto resultaba turbador. Pasó un taxi, lentamente y dando bandazos. Varios transeúntes trataron de detenerlo histéricamente entre grandes patinazos, pero no se detuvo; probablemente no podía. "No llegará muy lejos", auguró furiosa una joven que parecía un muñeco de nieve con bonitas formas. Había quien disfrutaba: gente que miraba al cielo color tundra con expresión entre alegre y alelada (y valga la palabra) y observaba caer los blandos copos que descendían graciosamente, flotando como minúsculos paracaidistas. Al cabo de un rato estaban empapados y con la sonrisa transformada en rictus.
En un bar de la calle de los Tallers convertido provisionalmente en hogar del refugiado polar se respiraba ambiente de Los héroes de Telemark. Se narraban peripecias y hasta hazañas. Ayer todos éramos un poco Scott camino del Polo Sur. Atravesar el lunes blanco requería coraje. "Vengo arrastrándome desde Colón, no me noto los pies, vaya día para ponerme mocasines". "Mi mujer ha tenido que dejar la moto en Lepant, la última noticia es que subía andando hacia la Travessera de Dalt; me ha dicho que me ocupara de las niñas" (sollozo). "No puedo contactar con nadie, voy a salir y que sea lo que Dios quiera; envuélvame ese donut".
Fuera, el mundo se había convertido en domaine skiable y derivaba rápidamente hacia asedio de Leningrado. En alguna parada de autobús los viajeros ateridos se miraban torvamente, acaso pensando en la expedición Franklin. Avancé por Gran Via rumbo a Rambla de Catalunya entrecerrando los ojos, con los párpados escarchados de blanco. Cuerpos apresurados, fríos y húmedos pasaban jadeando y maldiciendo a mi lado. Imaginé hombres y perros enfebrecidos por el oro color de mostaza de las minas del Yukón, incluso caribúes. Me sumergí en la ventisca sintiendo el sabor de los copos al fundirse en mi boca. Era excitante. Era nieve.
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