Cómo era Madrid (y II)
Los años cuarenta y los cincuenta del siglo pasado fueron duros, ya lo creo. En esta rebusca del borroso ámbito personal hablamos de recuerdos y confina el interés a experiencias puramente subjetivas. No estuve en la zona roja lo que me inhabilita para el enjuiciamiento de sucesos conocidos de segunda mano, aunque fueran de fiar; pero tenía 20 años recién cumplidos lo que permitía la asunción de lo ocurrido en mi entorno.
El primer recuerdo es positivo y optimista, pues se compadece con la edad y la posibilidad de una existencia en paz relativa. Todo dependía de nosotros y de la suerte. Sin duda mucha gente padecía otras calamidades, incluso la tragedia de haber estado en el sitio equivocado. Era evidente que la ciudad se recuperaba a un ritmo vertiginoso, con la determinación de olvidar los bombardeos, las restricciones, el hambre y el miedo. Había prisa por regresar a la normalidad.
La ciudad se recuperaba a un ritmo vertiginoso, con la determinación de olvidar los bombardeos
Esta ciudad no dejó de ser un gran pueblo, con distritos destrozados que crecía impetuosamente, aunque la vida ciudadana siguió comprimida en círculos restringidos entre la calle de Alcalá, la Gran Vía, la Castellana, los aledaños de la Puerta del Sol y los llamados barrios bajos, cercanos a la ribera del Manzanares. Estaba intacta la expansión hacia el norte y el paseo de la Castellana terminaba en el Hipódromo, situado a la altura de El Corte Inglés de Raimundo Fernández Villaverde. Existía, a la derecha, el Museo de Ciencias Naturales y el lugar se denominaba Altos del Hipódromo. Cerca, la finca que albergaba la Residencia de Estudiantes, y solares, barracones y rebaños de cabras a derecha e izquierda. Hasta allí llegaba el tranvía, que enlazaba con la "maquinilla" de Chamartín, prolongación de la línea que tenía la curiosidad de que los coches amarillo sucio iban pintados de blanco y, en verano, eran "jardineras", abiertas y atractivas para quienes deseaban ir a la Ciudad Lineal.
Aquél fue un proyecto urbanístico genial, planteado por Arturo Soria, con un concepto moderno, racional y humano de la vecindad, que hubiera sido modelo y ejemplo para el mundo. Anterior a la Guerra Civil no tuvo seguimiento posterior.
Años del hambre, así se les ha llamado. Al lado de las penurias que hoy afligen a enormes concentraciones, en los cinco continentes, lo que padecían los madrileños era escasez, estrecheces, carencia de vituallas y servicios, arrasados por la contienda interior y demorados por la mundial. O sea, que padecimos las consecuencias de tres años, más los seis que duró el conflicto mundial y la prórroga de las sanciones y el aislamiento en que se vio hundido, no sólo el régimen, sino la totalidad de los españoles. Poco se reconoce, creo que injustamente, el espíritu de supervivencia y mejora del pueblo madrileño, el sacrificio y el ingenio, la aduana del estraperlo, las barras vendidas con el tabaco en las entradas del metro; una socarrona proclama de las mujeres que declaraban "lo tengo rubio, lo tengo negro" en la oferta de cigarrillos, pastillas de tabaco de hebra, rara vez americanos o ingleses, que aparecieron con el establecimiento de las bases. Para los consumidores recalcitrantes, las colillas lavadas, que se transformaban en pitillos con boquilla de cartón. Existían varios tipos de máquinas para confeccionarlos y algún militar de alta graduación, o viuda de político comprometido, pasaba las veladas confeccionando aquellos cilindros para ganar las monedas de la subsistencia. Iban a parar al organizado mercado negro y recuerdo personalmente, que mi proveedora de aquella droga era una señora gorda que tenía su incongruente puesto en el interior del magnífico portal de La Gran Peña, el prestigioso club de Gran Vía, 2, del que posteriormente me hice socio. Existían las esterillas, unos rectángulos dúctiles para la elaboración portátil de cigarrillos. El papel de fumar -hoy creo que utilizado para liar "canutos"- era un artículo común. La mayor parte de la población masculina deterioraba los bronquios con tabaco de picadura, que había que transformar. Pocas mujeres fumaban, salvo las ancianas que prolongaban la moda traída por los indianos a los pueblos. Olvidado el origen de la "vitola", ese anillo que abraza los puros de marca y servía para proteger los dedos femeninos de las huellas de la nicotina. Pequeñeces que seguiremos desgranando para recuperar la memoria humana.
eugeniosuarez@terra.es
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.