Universales, pero de aquí
Las brújulas de los norteños no señalan correctamente el lugar de Andalucía. Como lectores poco avezados toman la parte por el todo y el continente por el contenido. Algunos nos menosprecian. Otros han hecho del universalismo de nuestra cultura una fuente anónima de creación, como si esta tierra no fuese la raíz a esas creaciones, sino sólo el lugar ocasional de nacimiento. Cuando el inventor literario de este concepto, el mal comprendido Juan Ramón, se proclamaba "andaluz universal" no era una forma de renuncia de su tierra, sino la afirmación de que en lo más auténticamente andaluz estaba una comprensión universal del arte y el sentido de la vida. Universales sí, pero de aquí.
Al elaborar un libro sobre cómo había visto la literatura nuestra tierra, me di cuenta de que lo esencial no es tal o cual arte o monumento. No. Lo esencial son unas formas de vida especiales que tienen más que ver con el tiempo y el espacio, la valoración de la belleza, las formas de soportar el dolor y de conciliar las diferencias.
Los andaluces apreciamos, como nadie, el valor del tiempo no apropiado. Sabemos hacer malabarismos con su curso: podemos soplarle para que corra rápido sobre las obligaciones y el dolor o, por el contrario, ensanchar las horas para el disfrute, la conversación y la compañía. Y es que el tiempo con los otros, el espacio público, forma parte hasta tal punto de nuestra cultura que muchos consideran un día no vivido aquél que no ha tenido el roce de la relación con los demás.
La cultura andaluza es callejera y abierta. En ningún lugar como aquí se rinde mayor culto a la belleza, que no al lujo. Hasta el lugar más modesto ofrenda al caminante la generosidad estética del cuidado y la belleza. No hay pueblo sin plaza, sin ágora, sin jardín abierto y, mucho antes de que existieran normas urbanísticas, las casas se igualaban en un orden armónico de color y proporciones: el blanco universal, la palmera y el ciprés, el toque de color de los geranios, el olor de naranjos y jazmines. Y es que frente a la parcelación del disfrute, los andaluces -por educación- ejercemos una especie de pansensualismo natural que acaba por impregnar todas las actividades humanas y al que ni siquiera la religión se ha resistido, transmutada aquí en una materia menos austera y rígida que en ningún otro lugar. Un pueblo que se codea sin complejos con los dioses y con los poderosos y que afirma el valor de lo popular, como una estilización suprema de lo culto.
Tiene, el andaluz, una forma especial de sobrellevar las penas de vida, de arrancar las espinas al dolor, de huir de la tristeza propia y, al mismo tiempo, sentir la ajena. Una compasión andaluza por los otros, que estremece y conmueve, que viene desde abajo, desde los más desfavorecidos acostumbrados a ponerse en el lugar de los que sufren. En cuanto a nuestras penas, somos maestros en el arte de ocultarlas y debe ser por eso -porque no encuentra lugar en que asentarse- que la pena acecha, y nos sorprende en medio de la fiesta.
No añoramos más pasado que la infancia, ese paraíso perdido de tiempo y descubrimientos; no envidiamos las posesiones de los poderosos porque medimos la riqueza en afectos, en tiempo y en amigos. Nuestra cultura se ha movido a contracorriente del mercantilismo feroz y el individualismo extremo para afirmar que queremos ser mejores, pero no otros. Quizá por ello, en estos tiempos en que la acumulación sin límites ha fracasado, nuestra vieja cultura pueda enseñar algo.
Se extrañaba Ortega y Gasset, de que todo habitante de nuestra tierra "tiene la maravillosa idea de que ser andaluz es una suerte loca con que ha sido favorecido", como si en la lotería universal nos hubiera tocado un pedazo de cielo. No sabemos por cuanto tiempo, ahora que los paraísos son artificiales, los placeres solitarios, las calles escenografías deshabitadas y el porvenir tan incierto.
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