El artículo segundo de la ley de Prensa
El actual ministro de Información y Turismo nos anuncia una revisión del célebre y controvertido artículo segundo de la ley de Prensa. Ha descubierto -más vale tarde que nunca- «que la generalidad con que está redactado puede suponer trabas para la libertad de expresión». ¿Puede suponer? Esta despistante referencia a un vago e hipotético presente que se confunde con un futuro nos deja perplejos. Durante un larguísimo pasado ha supuesto muy reales y onerosas limitaciones para la prensa. Aún hoy sigue pendiendo sobre la cabeza de directores de diarios y periodistas como una espada de Damocles.Creemos de todo corazón que la mejor ley de Prensa es ninguna ley de Prensa. Para castigar los desmanes periodísticos debe bastar y sobrar con los tribunales ordinarios. De todos modos, esperamos que esta revisión se produzca ahora de verdad, pues hace ya casi dos años que don León Herrera, entonces ministro de Información y Turismo, nos anunció algo por el estilo que no pasó de ser una socorrida serpiente de verano. Don León Herrera tuvo como notoria aportación al campo periodístico la transformación en metáfora de todo lo que concernía a la información, salvo las sanciones, que no fueron nada metafóricas. Su hallazgo semántico de los puentes, los caudales y los cauces, que sin duda enriquecieron notablemente el léxico periodístico, tuvo su más elegante culminación al denominar al artículo segundo como demasiado vaporoso. A pesar de sus buenas palabras, este peligroso artículo siguió siendo vaporoso, es decir, proteico, vago y versátil. En una palabra, apto para ser utilizado por la Administración como mejor le viniera en gana en un momento y circunstancias determinadas.
El artículo segundo de marras comienza diciendo: «La libertad de expresión y el derecho a la difusión de informaciones no tendrá más limitaciones que las impuestas por las leyes.» Prometedor arranque y posterior parada en seco, pues «las limitaciones impuestas por las leyes» constituyen en la realidad un saco sin fondo. Decía Antonio Machado, por boca de su ente de ficción, Juan de Mairena, algo así como que «si toda excepción confirma la regla, tanto más regla será ésta cuanto más abunde en excepciones». No cabe duda, pues, que el citado artículo, a juzgar por sus innumerables excepciones, es el mejor artículo posible. La libertad de expresión que autoriza tiene como limitaciones nada menos que el respeto a la moral, a la defensa nacional, a la seguridad del Estado, al orden público, a las instituciones, a los tribunales, a la intimidad, al honor, etcétera -y lo más notable-, a la verdad, pues si todo lo anterior puede ser fácilmente objetivable, esto último nos lleva a la duda sobre qué clase de verdad es la que ha de respetarse a ultranza y a la poco consoladora presunción de que será la verdad del que hizo la ley de Prensa.
Toda esta legislación represiva de la libertad de expresión se ha hecho tan dolorosamente presente en el ánimo de todos y durante tanto tiempo que ha creado una segunda naturaleza, tanto en el que escribe como en el que lee. No sé cómo serán los diccionarios de periodismo en la Europa occidental, pero el periodista inglés, por ejemplo -que no tiene censura desde 1699-, o el de cualquier otro país por el estilo, si hojean el recientemente publicado en España por Antonio López de Zuazo, quedarán sin duda perplejos al encontrarse con términos como secuestro, expediente, tribunal de honor, suspensión, clandestino o multa. Para ellos podrá tratarse de un insólito lenguaje periodístico, pero para nosotros resulta harto familiar.
Para escribir en nuestro país, por tanto, aparte de conocer bien el significado de tales términos y sus implícitas amenazas, basta con poca cosa más. Se estudia detenidamente la ley de Prensa y sus 31 apéndices, la de Secretos Oficiales, la de Jurisdicciones, el Código Civil, el Penal y el de Justicia Militar, la ley de 27 de agosto de 1975. Se sopesan las sanciones que puede imponer el director general de Prensa, el ministro del ramo, el Consejo de Ministros, los Tribunales de Orden Público, los ordinarios, los tribunales de honor de la profesión periodística y el Jurado de Etica Profesional, aparte, claro está, de las acciones civiles que puedan emprender los ofendidos por la pluma del periodista, y después de una serena reflexión sobre este alentador panorama, quizá se decida cuerdamente que lo mejor es no escribir nada.
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