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Columna
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Basura natural

En el programa que selecciona al próximo participante en el festival de Eurovisión, un cantante recibe pitidos. Entonces se encara con el público y profiere varias veces lo siguiente: "Chupadme la polla, maricones" y al final, cuando ya ha recibido la muy moderada reprobación del jurado: "Yo soy como soy, y el que me quiera, bien, y al que no que le den por el culo". Da un poco de vergüenza transcribir esas sentencias (Todavía da un poco de vergüenza), pero cómo no escribirlas si la televisión pública las emite sin recato.

Una demanda moral ha recorrido el mundo durante los últimos cuarenta años: despojarse de prejuicios, liberarse de ideas ancestrales, sacudirse represiones. El instinto erigido en justificación de todo. La naturalidad como objetivo. La desinhibición como guía de conducta. La sencillez, la desnudez, la informalidad, el desparpajo, la soltura. Antes se vivía en la alerta permanente del examen de conciencia; ahora se educa en una adánica inocencia, lo cual sólo es posible cuando se ha desmontado toda conciencia de responsabilidad por los propios actos.

Pero el anormal que el otro día, ante las cámaras, se agarraba sus colgajos y exigía felaciones es una víctima. Aquí sí que es pertinente traer a colación el socorrido mantra progresista: el tipo es una víctima de la sociedad, una víctima del sistema, una víctima de los privilegiados del mundo en que ha nacido. Es una víctima de los intelectuales y de los políticos y de los tertulianos y de los pedagogos que han eliminado toda disciplina en la escuela y en la vida, que han derribado toda autoridad moral, que han identificado autodisciplina con represión y esfuerzo personal con pérdida de tiempo. Sí, el tipo es el producto de un estado de conciencia colectivo que, en vez de ciudadanos críticos, alumbra rufianes deslenguados.

El mundo siempre ha estado repleto de incultura. Pero hay una diferencia fundamental entre nuestro tiempo y cualquier otro: en el pasado, la ignorancia guardaba un respeto más o menos difuso a la ilustración. Ahora, en cambio, los demagogos han liberado al populacho de todo remordimiento. Los mismos hipócritas que educan exquisitamente a sus hijos y se cuidan muy mucho de buscarse problemas procesales difunden una infame retórica en contra de la autoridad y predican que hay que ser natural, y que conviene sacudirse complejos, ascendientes éticos y comportamientos heredados. Ellos (filósofos, periodistas, cineastas, ejecutivos de televisiones, guionistas de series juveniles) son los verdaderos culpables de la depravación en la que se hunden los desfavorecidos. Theodore Dalrymple, un ensayista británico que trabajó durante décadas en los servicios sociales y cuyo pensamiento, si sus artículos se leyeran en español, causaría verdadero escándalo, resumió todo esto en una sola sentencia: "los pobres cosechan lo que los intelectuales siembran".

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