Llamando a la industria

Antes siquiera de que el haz de luz se pose sobre el primer modelo de Amaya Arzuaga, el público estalla en aplausos. En Cibeles Madrid Fashion Week se aplaude mucho. El entusiasmo de la audiencia dice mucho sobre su carácter e identidad. En lugar de estirados críticos e inflexibles compradores de todo el globo, en la cita madrileña abundan los fans. Enamorados de la moda como espectáculo a los que los patrocinadores del evento deleitan con toda clase de prebendas y actividades: una manicura por aquí, una clase de maquillaje por allá, un montón de revistas, un trozo de chocolate o un café y hasta actuaciones de breakdance. Y, si estiran un poco el cuello, por el mismo precio se van a casa con la foto borrosa de algún famoso de la tele.

No es el único síntoma de que la profesionalidad no es todavía la mayor virtud de la moda española. Juanjo Oliva inauguró la jornada de ayer con una colección que aspira a ampliar su mercado. Quiere ir más allá de los vestidos de costura que le dan de comer y enfrentarse a los retos más simples, pero más trascendentes para un diseñador de moda. ¿Cuáles son las necesidades cotidianas de una mujer hoy? ¿Cómo darles respuesta? Pero articular su colección En garde, una reflexión sobre su tiempo en forma de chaquetas-coraza, le ha costado lo suyo. "Al final, acabas haciendo el trabajo de creativo en tus ratos libres", apunta. "He estado embarcado en un tortuoso proceso con la parte empresarial que me ha quitado muchísimo tiempo. Nos falta esa vuelta de tuerca. Que por fin aparezcan figuras profesionalizadas que se encarguen del negocio". Oliva llama la atención sobre la singularidad de que los creadores españoles (a diferencia de franceses o italianos) tengan que ser multiusos y deban valer igual -perdón por la obviedad- para un roto que para un descosido.

La historia de la moda está llena de ejemplos de cómo la unión de una mente creativa y otra económica han engendrado una propuesta estética verdaderamente innovadora. De las que cambian el signo de su tiempo. Yves Saint Laurent y Pierre Bergé en los años sesenta o Marc Jacobs y Robert Duffy en los noventa, son sólo dos de ellos. Los premios CFDA, que tanto tienen que ver con la reciente explosión de la moda estadounidense, potencian precisamente el diálogo entre gestores y creadores. Es complicado exigirles a los españoles que elaboren un discurso de verdad relevante sin un apoyo industrial eficaz. Y, menos, en este chiringuito de benevolencia.